En estos Bob Dylan-like days recordé al late Reynaldo Bragado Bretaña. Murió naturalmente –después de una relativamente corta vida, cincuenta y dos años, llena de pasiones, cigarrillos y alcohol, ese miserable y visceral órgano, el corazón –que los lacrimosos insisten es el lugar del amor- decidió tomarse una vacaciones. Recuerdo que en unas de nuestras interminables conversaciones me dijo que ya podía morirse, había asistido a un concierto de Bob Dylan. Él, que lucía tan de izquierda o, al menos, liberal, con su melena, sus jeans, espejuelitos a lo Lennon, su guitarra y canciones de la Nueva Trova, y de la antigua también, era de derechas, escribía para el Diario de las Américas, opositor, anticastrista y te armaba un titingó a las menos cuarto si te escuchaba decir algo conciliatorio hacia el régimen de La Habana. Hubo un tiempo, años, que hablamos a diario, no menos de hora y media; me decía Kalashnikov, me gritaba, razonaba, a su manera, las maldades del castrismo y las bondades del capitalismo. Nos veíamos poco, pero siempre alrededor de Navidad y, sin falta me invitaba a tomar Havana Club y fumar tabacos cubanos, cosa que yo no hacía, yo, decía él que castrista, fumaba, fumo, Marlboro. Decía que escribía una novela por año; creo que solo logró publicar una que me parece muy pedestre. Publicó un libro de cuentos, “Bajo el sombrero”, deliciosamente bueno. Era un hombre bueno y sensible, simpático, compartidor… En estos día de tanto Bob Dylan y algún Silvio, lo recuerdo y, de paso, me recuerdo.
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