viernes, 8 de diciembre de 2017

Litúrgicas (13)

El año litúrgico católico cierra el último domingo de noviembre con la celebración de la fiesta de Cristo Rey. Pienso en esta fecha. No se llama Jesús Rey, porque esa cualidad de realeza en cuanto primacía está ligada a la divinidad atribuida a Él. Cuando se quiere acentuar la cercanía del Cristo a la historia de la humanidad, a los hombres y mujeres mortales, finitos, entonces se usa su nombre común, Jesús. Jesús para las criaturas, el Cristo creador. El reino y el rey, esas eran las formas políticas contemporáneas de la vida y la prédica de Jesús, y de ellas se apropiaron los escritores bíblicos para describir la misión y el papel del Mesías. Hoy en día esas son formas políticas caducas, sin prestigio social alguno, salvo para algunas personas en algunas sociedades; se las asocia con el absolutismo, el fanatismo, la falta de libertad (moderna), esa libertad que Lutero usara como uno de los fundamentos para su Reforma, que acaba de cumplir su quinto centenario el pasado 31 de octubre, la libertad de conciencia. Los cristianos reformados, o protestantes, no se ocupan mucho de esas cosas de títulos, realezas, grandiosas edificaciones como las catedrales y santuarios—son menos dados a las complicaciones barrocas.

La fiesta de Cristo Rey evoca la condición de centro del universo del Cristo. Para mi es el final del año litúrgico que apunta al comienzo del último mes del año y de las navidades, además de reconocer la centralidad del mensaje de Jesús en la historia. Hablando de historia, dicen que algunos, muchos, pocos, no sé, de los fusilados a principios de la Revolución Cubana gritaban "Viva Cristo Rey" en el momento de la ejecución. ¿Declaración política o testimonio de fe? ¿Por qué se dirá “viva” a propósito de Jesús el Cristo o de cualquier otra figura y no “vivamos como Jesús o el Cristo” o este o aquel otro? Eso es, se supone, lo que querían ellos: que los imitemos.

El año litúrgico católico comienza el primer domingo de diciembre, primer domingo de Adviento de los cuatro que preceden la celebración de la Natividad de Jesús. Tanto la Navidad como la Cuaresma van precedidas de tiempo de preparación y de penitencia y ambas esperan un "nacimiento", en la Na[ti]vidad, el nacimiento a la historia; en la Cuaresma, el nacimiento a la eternidad. El tema de la vida predomina en el cristianismo tanto como en otras religiones, pero adquiere una centralidad inédita y entraña un sentido de la historia que es singular, único, a esta fe. La historicidad del cristianismo disloca la asignación moderna de la religión a los asuntos que competen solo al fuero privado, al reino de lo individual. La historicidad del cristianismo, la participación de lo divino en lo humano, alteró, de manera definitiva, la percepción del hombre de sí mismo y su interlocución con el mundo visible e invisible que lo rodea. Un Dios que encarna en mujer y participa de las miserias y las limitaciones, físicas y morales, de la humanidad, que sufre, ama, llora y muere es una subversión de la comprensión tradicional de Dios, de los dioses, de lo divino, de la trascendencia... Y todo esto como obra de redención—sacar de la esclavitud, de la enajenación al ser humano y devolverlo a su primera condición de criatura a imagen y semejanza de su creador, para que señoree sobre todo lo demás, según narra el libro primero de las escrituras.

El sentido histórico de la fe cristiana lleva a leer los acontecimientos como ordenados para una finalidad, finalidad que los creyentes en Jesús llaman el reino, que definen como de justicia, paz y amor.


Este nuevo ciclo litúrgico que comenzó el pasado domingo, tres del último mes del año, estaba yo en una iglesia cercana a casa a la que apenas asisto. Una serie de acontecimientos se ordenaron de manera que el pasado, de algún modo, regresó en esos instantes, en ese presente que fue ese domingo en la mañana, muy temprano. Al sacerdote que oficiaba la misa lo había conocido en Cuba a finales de los setenta cuando todavía él era un joven seminarista. Treinta y nueve años atrás había sido ordenado sacerdote, un día como ese, primer domingo de Adviento también. A la salida de misa me encuentro con alguien, contemporáneo, de la misma parroquia habanera a la que  estuve ligado por más de veinte años. Durante la misa leí un mensaje que me había enviado un amigo notificándome la muerte de otro amigo que había tenido una presencia política en nuestras vidas. Acontecimientos cuya finalidad desconozco pero que asumo en la circunstancia, no de lo fortuito, sino de lo poético, para ver en todo, si no una finalidad, sí un sentido, el único sentido que trato de encontrarle a todo este sinsentido, el de las manos y los dedos de Aquel, tejiendo, cosiendo, a veces, remendando este tapiz sobre el que estamos, somos, nos movemos y existimos.

sábado, 2 de diciembre de 2017

De la fe y de la verdad, y del deber del testimonio*

Extraña relación la que existe entre las ideas y las personas—las pasiones que despiertan las ideas no son comparables con las que levantan las personas. Las ideas tienen siempre algo de frialdad, de inmovilismo; las personas, por el contrario, son portadoras de movimiento, de lo cálido. Las personas al morir se convierten en ideas, ideas cada vez más olvidadas, hasta que desaparecen totalmente. ¿Quién habla hoy de mis abuelos? Muy pocos. ¿Y de los padres de mis abuelos? Menos todavía. ¿Y de los padres de los padres de mis abuelos? Nadie. Ni siquiera la fe de bautismo, si la hubo. Podría, quizás, encontrarse rastros de esos antepasados en el ADN. Si la persona tuvo alguna presencia o actuación públicas puede que sobreviva en los fríos y cada vez menos frecuentados libros de historia, eruditos o escolares, o que su nombre se perpetúe en una calle, una plaza, un edificio público o privado. Llegará el momento en que pocos, muy pocos sepan que bajo ese nombre alguna vez hubo carne y sangre, alma y vida, pasión y muerte, y en que ese nombre no será sino la manera de identificar a alguien, algo.

Hay personas que en vida se convirtieron en encarnación o símbolo de ciertas ideas que, después de muertas esas personas, toman cuerpo en muchos otros. Tal es el caso del más famoso de los muertos, Jesús, a quienes muchos creen vivo, y del testimonio de los que lo conocieron se alimenta esa fe. Jesús muerto no sería fuente, cuerpo, de una fe viva. Otros quedan como recuerdos, precursores de esto, realizadores de lo otro. Los hay que viven en sus versos o su prosa, o en sus lienzos, o en su música. ¿Quién podría olvidar totalmente a Shakespeare, Cervantes, el Bosco, Bach? Estamos colonizados por esos nombres que en muchos casos significan poco o nada para un chino, un mongol o un aborigen de Tasmania. Como, para nosotros, las más de las veces los nombres que esas otras culturas recuerdan no significan nada. ¿Qué cubano está al tanto hoy, por ejemplo, de la literatura o el arte clásicos, o contemporáneos, de Birmania? Sin embargo, el de Shakespeare o Cervantes, Dante o Víctor Hugo es nuestro imaginario, poblado de esos nombres y de muchos otros, y no renunciamos a ellos, los retenemos junto a nosotros, los desempolvamos cuando algunos los olvidan o quisieran olvidar, los perpetuamos... de algún modo viven en, y por, nosotros. Quien lee a Shakespeare o a Cervantes, o se detiene ante un cuadro del Bosco, o escucha una partita de Bach, es mejor después de esa experiencia; siquiera momentáneamente. O debería serlo. Entre sus otras funciones, lo bello o lo sublime nos recuerdan que lo real escueto no solo puede ser feo, sino insoportablemente inhumano. Lo humano es siempre en alguna medida anhelo de humanidad.

Hay otras maneras de hacer que la humanidad se eleve por sobre su propia miseria. Hay maneras políticas de hacer que seamos mejores—luchar para que todos los seres humanos tengan una vida digna, aquí en la tierra, luchar para que se les respete en su dignidad de hijos de Dios, según nos enseña la doctrina cristiana, o de personas naturalmente dotadas, por el hecho de ser eso, personas, de los mismos derechos, según proclama toda doctrina que se reivindique a sí misma como  humanista, obrar para que de los bienes (comunes) que hemos recibido o creado no se apropien indebidamente unos pocos. Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente, por causa de Mí, por causa de la justicia y la rectitud, la fidelidad a uno mismo y a los principios que nos animan.

Hay personas cuyo nombre levanta más pasiones que las ideas de las que fueron portadores y abanderados. Por ejemplo, Fidel Castro. Se tolera que alguien diga (y si solo lo dice, mejor todavía) que aspira a una sociedad más equitativa, justa, fraterna, solidaria. Pero que no se le ocurra a nadie decir que Fidel Castro trabajó toda su vida por algo parecido. Ni que la Revolución Cubana es uno de los pocos hechos y momentos históricos en que se ha concretado lo esencial de esas aspiraciones en condiciones más desiguales, más hostiles, por más largo tiempo. Tiempo que no ha terminado todavía. Bastaría pensar en esas dos dimensiones, esas dos circunstancias, esas dos realidades irrefutables. Repítase: irrefutables. Nunca una revolución, nunca, para bien o para mal, con los medios necesarios o sin ellos, albergó aspiraciones justicieras tan utópicas y tan nobles en condiciones tan difíciles, tan desiguales, desde la hostilidad sin respiro del imperio más poderoso que jamás haya existido hasta las profundas carencias, materiales, tecnológicas, intelectuales, culturales, espirituales, incluso naturales—Cuba es un país naturalmente pobre, irremediablemente pobre, por naturaleza— de lo cubano, de los cubanos. Aun así, que no se te ocurra decir que Fidel Castro o su revolución trabajaron, tan sincera e insistente, porfiadamente como pudieron, del mismo modo que a veces prematura o errática, ineficientemente, por las aspiraciones y los ideales del apego a la verdad y la justicia, a la humanidad, posible y necesaria, del hombre. No. Porque serás excomulgado del reino de este mundo, del imperio de lo que es, de lo presuntamente normal, sano, sensato, realista. Se te considerará culpable del peor de los crímenes: creer al hombre capaz de seguir creando historia, y, de paso, creándose, de acabar con la libertad, esa que nos deja individuos individuales e individualizados hasta el paroxismo de la desaparición como especie incluso moral.

Así como hay muchos que, con su fe viva, testimonian que Jesús está vivo, doy testimonio de que la utopía tuvo lugar, tiene un lugar y está siendo asfixiada, que se la quiere matar desde su nacimiento; doy testimonio de que los sencillos actos de justicia de dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, enseñar al ignorante, visitar al enfermo y al preso fueron, son, siguen siendo cotidianidad incontestable; doy testimonio de que se puede vivir en paz, llegar del trabajo, bañarse, comer y mirar la televisión para después amar o soñar, o amar y soñar y andar por la calle sin miedo a la violencia; doy testimonio de atardeceres que no son finales, sino preparación para nuevos comienzos; doy testimonio, también, de que el mal no fue expulsado, desterrado, aniquilado, superado donde único podría desaparecer—en la conciencia de los hombres—pero sí identificado, nombrado, desenmascarado, perseguido; doy testimonio de la fragilidad y de la fortaleza, y de la posibilidad de la justicia y de la poesía, y de su posible hermandad.

*Publicado originalmente el blog de Patrias. Actos y Letras.

Kafka, Diarios (1920)

Del cuaderno en que Franz Kafka registraba sus impresiones diarias, los apuntes tomados en 1920 que lograron sobrevivir a la voluntad de d...