martes, 24 de diciembre de 2019

sesenta (uno)


el día trece de agosto de mil novecientos setenta y seis, el mundo dejó de ser lo que había sido para mí hasta ese momento, un lugar preciso y seguro; desde ese día el mundo tal cual lo conocía —en realidad, muy angosto, unos cuantos kilómetros cuadrados a mi alrededor, más bien fragmentos de la ciudad, calles y avenidas que se cruzan o corren paralelas, habitadas por edificios, almacenes, escuelas, hospitales, cafeterías, bibliotecas, farmacias, iglesias, plazas, parques, espacios abiertos, espacios cerrados que habían alojado periódicos, conventos, clubes privados— se desvaneció, sus rigurosos contornos se desdibujaron; recuerdo que algunas de esas calles y avenidas y edificaciones habían sido rebautizadas en un intento de conferirles un nuevo significado, porque de eso se trataba de re-significarlo todo, con el riesgo de vaciar de pasado y memoria, e historia, no sólo las calles y las avenidas y las edificaciones, si no también la vida de unos y otros, de todos, cosa que creo que pasó como me pasó a mí aquel día trece de agosto de mil novecientos setenta y seis, día que mi abuela oficialmente dejó de existir para mí, su existencia pasó de lo físico, de verla y tocarla y olerla todos los días, desde el café de la mañana, en colador y con azúcar prieta, hasta el murmullo de las avemarías y letanías del rosario nocturno, a lo metafísico, pura intuición y ensoñación; simplemente, se fue; y, yéndose ella, la percepción de ese mundo, que era no sólo extraño y ajeno, sino también contrario y hostil, se acentúo, porque era el culpable de mi pérdida, del primer dolor serio (y permanente) que recuerdo, se fue la posibilidad del refugio y quedé a la intemperie; en los cuatro años que siguieron a la partida de mi abuela se alternan los tonos grises, a veces más fuscos, otras, menos: mucho desorden y altibajos, mucho contraste, inestabilidad; miro esos años ahora como una larga y severa tormenta eléctrica, con truenos espantosos que terminan en rayos, que me permitieron ver con más detalle la negrura a mi derredor, la soledad en la que vivía, lo aislado que estaba del mundo, ajeno y hostil, extraño y contrario al que, sin embargo, pertenecía en ese momento, al menos, por biografía; lo único que me unía al mundo desvanecido, era la iglesia, toda ella, el edificio de piedra y el de creencias, espacio de iglesia; la oscuridad del mundo exterior se tornaba allí, tolerable, el de la iglesia era el mundo de los excluidos, teníamos todos en común esa condición, y la de estar de paso, no necesariamente porque pensáramos en la eternidad, sino en la posibilidad de la vida en otra parte, en la posibilidad de irse, como mi abuela, de dejar de existir para ellos —nosotros estamos excluidos por ellos, pero ellos no existirán para nosotros, el día que consigamos abandonar este mundo contrario y hostil, extraño y ajeno por aquel otro que estaba, no en el más allá de la física, sino de la geografía, el más allá geográfico, allende un mar estrecho que haremos tan ancho que tanto como ellosnos han ninguneado a nosotrosnosotros los anularemos a ellos, no existirán siquiera como realidad, ni qué decir recuerdos; allí estaba, en ese espacio de iglesia que convocaba toda la luz a la vez que toda la alienación, la descalificación, a priori, de lo otro que estaba afuera y apenas tomaba en cuenta lo Otro que está allá arriba, pero había luz, como la del tabernáculo, siempre encendida, entre el presagio y el anuncio, había luz, tenue, como la brisa en la cual el profeta encontró Yahveh, y entre ese espacio de iglesia y el espacio del mundo-ajeno-contrario-hostil-extraño se tendía, como entre dos acantilados, un puente leve pero conciso y duradero, la lectura, que es suma y cifra de lo duradero, y es consuelo y bálsamo, y cura, y nos permite regresar e imaginar, lectura que iba de los libros sagrados a los profanos sin que pudiera establecer lo que lo distinguía —con diferentes registros y estilos, todos los libros me decían algo que admiraba y con lo que asentía, me parecían todos obras de un mismo autor que se movía, omnisciente, por todos lados; aquellos años fueron como una orgía lectiva para un lector promiscuo; la primera lectura de Retrato del artista adolescente me fue recomendada como lectura piadosa, "es que habla de religión, y de escuelas católicas, algo que tú sabes, está prohibido aquí", y algo de Freud, no recuerdo qué, "porque no lo enseñan en la carrera de Psicología"; alucinante el recuerdo de los porqués se debía leer cierta literatura, el criterio mayor era que "estaba prohibido", todo lo prohibido, había que leerlo, era bueno; leer la biblia era el gran gesto de disidencia, la suma impostura y, en no menor grado, toda la literatura escrita por los que escapaban del "mundo comunista", como "La hora veinticinco", de Constantin Virgil Gheorghiou; de aquellas lecturas, todas ellas burda fabricación, propaganda de bajo registro, sólo me queda la biblia, lectura perenne; de aquellos años que siguieron a la partida de mi abuela, de la negrura espesa que siguió a su ida, de las lecturas promiscuas y desordenadas, del espacio de la iglesia y del espacio otro, contrario, hostil, extraño y ajeno permanecen las memorias, los fundamentos, los asideros —ahora se ve todo con claridad, no a través de las veladuras del presente.

viernes, 6 de diciembre de 2019

Golpe a Bolivia

Golpe de Estado en Bolivia
I
El pasado diez de noviembre, Evo Morales renunció a su posición como presidente de Bolivia tras velada sugerencia de los mandos del Ejército.  El conocido guion de protestas callejeras y el dictum de Almagro y Cía. sobre la legitimidad de las elecciones del veinte de octubre último habían sido ejecutados con la acostumbrada sincronía. En comparecencia televisiva, el ahora depuesto y exiliado presidente se refirió a los incidentes que precipitaron su renuncia como un "golpe cívico" con la participación de la policía nacional. ¿Cómo no recordar el intento de golpe de Estado en Venezuela, en abril de 2002? Al entonces presidente Hugo Chávez lo tomaron preso, lo trasladaron a diversos sitios, hasta le ofrecieron  un avión que lo llevaría a Cuba —y que, según diría después el propio Chávez, sospechaba que lo llevaría en cambio a los Estados Unidos— y le pidieron que firmara una carta de renuncia. Hubo un número de militares traidores, pero otros, numerosas tropas y la oficialidad media, se mantuvieron  leales —Chávez tenía suficiente base militar, así como popular, para resistir a los artífices del "vacío de poder", tal y como llamaron al golpe de Estado los militares complotados, los empresarios agrupados en Fedecámaras y la alta jerarquía católica. Hugo Chávez nunca renunció y, ya preso, con riesgo ostensible para su vida, no abandonó el país. 
Los líderes de procesos de cambios revolucionarios no renuncian, porque la renuncia es una aceptación tácita, que no pacífica, de la "inutilidad" de todo lo hecho, de todas las políticas y cambios sociales realizados. En el caso de Bolivia, "lo hecho" es de una magnitud considerable —hasta sus acérrimos adversarios reconocen los méritos de la gestión económica del gobierno de Evo; léase, por ejemplo, El fin de Evo Morales, de Mario Vargas Llosa, publicado en El País, el pasado 30 de noviembre. La estabilidad política y el crecimiento económico en Bolivia, durante la presidencia de Morales, no fueron suficiente crédito para que la cofradía por la democracia que forman las oligarquías locales, la llamada sociedad civil (es decir, la sociedad civil de las clases dominantes), la no menos llamada prensa libre, las embajadas norteamericanas y el gobierno y las agencias de inteligencia de esos países— certificara su gestión. 

El gobierno progresista de Bolivia, tímidamente revolucionario, cometió varios pecados de lesa democracia y el más grave fue permitir la "injerencia castrista” en la vida del pueblo, "infiltrándole" profesionales de la salud y la educación que afectaron directamente, a niveles nunca vistos, la vida diaria del pueblo boliviano. Su cercanía ideológica, política y personal y sus lazos afectivos con Cuba, Venezuela, Nicaragua nunca fueron del agrado de los amantes del imperio de la ley y la seguridad del orden, quienes esperaron el momento adecuado, la oportunidad de oro de las elecciones, marco preferido por estos audaces freedom fighters reciclados, para montar el número favorito de la feria de la democracia: el delito de lesa transparencia de las elecciones; número, por cierto, que nunca se ha estrenado en los Estados Unidos, titulares del mayor acto de magia democrática: el candidato que reciba mayor número de votos de los electores puede perder las elecciones. 

A diferencia de los procesos políticos en Venezuela y Nicaragua, el de Bolivia no afectó las estructuras militares y de seguridad del país, y ese detalle le costó a Evo Morales no sólo la presidencia , sino también la continuidad del proceso de cambios sociales y quién sabe si la existencia misma de ese proceso. Más de una lección de política revolucionaria se puede extraer del proceso político cubano y del magisterio de su liderazgo histórico. Una de ellas, la que pudiera considerarse piedra angular de la arquitectura revolucionaria, es que no se puede cometer el más ligero error, ni táctico ni estratégico, cuando se trata de la supervivencia de la propia Revolución, como fuente de derecho y legitimidad, ni se pueden dejar cabos sueltos que la innegable astucia del capital pueda atar de otra manera.


Cuando se produce la renuncia, ya Morales, en muestra de debilidad y falta de liderazgo, había aceptado el dictamen de la OEA y decidido celebrar nuevas elecciones. La derecha no perdió tiempo y, valiéndose del estamento militar —esta vez la manu militari se enguantó de "sugerencia"— lo desalojó, no sólo del poder, sino del país. 

Si algún valor pudiesen tener estas notas es el de testimoniar que aun cuando las revoluciones no transitan por senderos trillados, sino todo lo contrario, las acechan peligros mortales, hay descuidos imperdonables y salidas reprobables, que una revolución nunca se debe permitir —deshacerse del aparato militar y desmontar el régimen de propiedad del Estado anterior son no sólo exigencias de la política revolucionaria, sino también de la existencia física de la propia Revolución. En caso de emergencia, la renuncia y el abandono no son alternativas posibles. 

II
Los acontecimientos políticos de las últimas semanas en América Latina ponen al descubierto que la connivencia de las oligarquías nacionales con las fuerzas políticas más agresivas de los Estados Unidos para garantizar la seguridad de sus respectivos intereses políticos y económicos no es cosa del pasado. La mediación, en este caso, como ya hemos visto, corrió a cargo de la Organización de los Estados Americanos (OEA), nunca mejor descrita que cuando  el primer canciller de la Cuba revolucionaria la calificó de «ministerio de colonias yanqui». 

No son los actuales aquellos tiempos revolucionarios de los años sesenta; ni siquiera vivimos en la resaca de los finales de los ochenta. Desde el derrumbe del socialismo real, no ha dejado de aumentar la agresividad del proyecto hegemónico de los Estados Unidos, disimulado de muchas maneras—las estrategias expansionistas de los gobiernos yanquis no conocen límites de ningún tipo, háganlo a la manera conciliatoria de Barack Obama, con la venalidad de George W. Bush, o con la desfachatez de Donald Trump. América Latina ha sido blanco con especial saña de la voluntad de los Estados Unidos de imponer la restauración liberal-burguesa tras el colapso del Estado-partido[1]. La decisión de hacer abortar a todos los gobiernos de la región que no estén perfectamente alineados con la agenda de Corporate America ha sido ejecutada, si no con la brutalidad de los primeros tiempos —desde la intervención en 1898 en la guerra de independencia de los cubanos contra el yugo español hasta la invasión de Panamá en 1989—, usando una amplia gama de golpes de Estado y "estallidos populares" ante "elecciones fraudulentas". Esta última variante acaba de volver a ponerse en práctica en Bolivia, forzando al gobierno de Evo Morales a renunciar, incluso después de que este aceptara la realización de nuevas elecciones. La secuencia de los más recientes acontecimientos políticos en ese país apunta a un libreto que, de tan manido, no deja lugar a dudas sobre quiénes son los guionistas; a los actores ya los conocemos. 

Hasta ahora la puesta en escena del cambio de régimen ha fracasado en Cuba, Nicaragua y Venezuela, países que, amén de otras afinidades, tienen en común el hecho de que el aparato militar y policial es inextricable del gobierno y del Estado. En el caso de Cuba, el Estado y el gobierno son hijos naturales de un ejército revolucionario insurreccional victorioso. Algo parecido sucede en Nicaragua, el núcleo de cuyo ejército y policía, la guerrilla sandinista, no pudo ser desmontado por los gobiernos "democráticos" de Violeta Chamorro y Arnoldo Alemán, lo que permitió el retorno electoral del sandinismo, por mucho que su rojinegro se hubiese desteñido ya. En Venezuela, el ejército ha pasado de ser el brazo armado de la oligarquía menos nacional de América Latina a serlo del gobierno revolucionario surgido de la revolución bolivariana. Esto les ha permitido a esos países sortear, con alguna suerte, lo que Alan Badiou denomina "capital-parlamentarismo", que es "el modo tendencialmente único de la política, el único que combina la eficacia económica (y, en consecuencia, el lucro de los propietarios) con el consenso popular"[2] —modelo político que obstruye todo intento de extender las prestaciones sociales a la mayoría de la población, por no hablar ya de hacer justicia. Nunca la justicia social, política y económica han estado más cerca de lo que, durante los años de la efervescencia revolucionaria (todo lo efervescente se desinfla en el aire) se presumía que iba a ser el destino del capitalismo: el basurero de la historia.

Esta vez le tocó al gobierno  boliviano que posiblemente haya contribuido más al bienestar popular, la estabilidad política y a un discreto pero sostenido crecimiento económico pagar el precio de haber sido independiente, de haber elegido a un descendiente de pueblos indígenas históricamente preteridos, y social, política y económicamente desheredados. El gobierno de Evo Morales, reelegido en elecciones que fueron impugnadas por la oposición, acepta convocar a nuevas elecciones, tras la evaluación de los comicios por la OEA, y entonces la oposición exige su renuncia, le pide la cabeza, desinteresada en corroborar en las urnas su acusación de fraude, sin otro objetivo ya que echar del poder al indígena de ideas socialistas, cosa que logra con la presión soft del Ejército y la vendetta de la policía nacional. Un gobierno desarmado no sobrevive a un enemigo desalmado. 

El golpe de Estado en Bolivia no es sólo la consecuencia de la obstinación de los Estados Unidos en la superioridad de su modelo económico ni un montaje más del grupo teatral OEA bajo la dirección de Mike Pompeo. El golpe de Estado contra el gobierno de Evo Morales debe examinarse a la luz de una más amplia secuencia de acontecimientos en la región que señalan que el cerco a los cambios políticos hacia una mayor participación popular en la gestión de gobierno, un mayor nivel de independencia política de los Estados Unidos y una creciente socialización de la riqueza no es ni una política terminada, ni avanza en línea recta. El fin de la guerra revolucionaria en Colombia, con su secuela de desmovilizados de las FARC asesinados, la elección de Iván Luque y de Jair Bolsonaro, junto a los juicios políticos amañados contra Dilma Roussef y, luego, contra Lula, parecen apuntar a que los Estados Unidos siguen marcando la pauta en la región. Sin embargo, si se considera la resistencia de Cuba, Nicaragua y Venezuela, la liberación de Lula, las manifestaciones populares en Chile, la elección del partido peronista en Argentina y la de Andrés Manuel López Obrador en México, la pauta no parece ser ni tan marcada, ni seguirse con mucha disciplina. Una sana dosis de realismo político ni inflama el corazón ni lo reduce a cenizas, sino que mantiene las emociones y el pensamiento en frágil, y a veces engañoso, equilibrio, aunque necesario para colegir imprescindibles lecciones de política: el poder revolucionario, para mantenerse y defenderse, necesita un ejército revolucionario, la burguesia no cede por las buenas sus privilegios , el orden económico mundial ofrece respuestas "globales" a conflictos "nacionales". Por lo tanto,  es evidente que la estrategia de todo movimiento social que aspire no sólo a intrepretar la realidad sino a transformarla tiene, por necesidad, que seguir partiendo de la herencia teórica y práctica del marxismo revolucionario. 



[1] Para una indagación preliminar sobre los conceptos de Estado-partido y Estado-partidos, véase Alain Badiou, De un desastre oscuro, Ed. Amorrortu, Buenos Aires-Madrid, 2007.
[2] Op. cit.

jueves, 19 de septiembre de 2019

Partida de Monseñor

¿Qué sabemos de la muerte? Apenas nada, poco —lo que sabemoses lo que nos dicen otros con su muerte, con su anonadamiento, idea que Emmanuel Levinas expresa en su seminario del viernes 7 de noviembre de 1975[1], e idea, también, que san Pablo escribe en su carta a la comunidad de Filipos[2]. Anonadarse, o reducirse a la nada. La idea de anonadamiento, en Levinas, está asociada a la desaparición de todo movimiento y de toda expresividad, como si en la muerte el cuerpo, ya sin alma, no fuera más que despojo abandonado por lo que algún día le perteneció, del mismo modo que él, cuerpo ahora ex-ánime, abandona a los suyos, a los que le pertenecieron, en el hábito del trato, en las complicidades, en la separación… fin de un ser[3]y, también, fin de un tiempo; la muerte, con su plazo inevitable[4], devora no sólo el cuerpo físico que portamos, sino el cuerpo histórico que somos, y, a los sobrevivientes, nos va dejando cada vez más solos, con menos razones para sobrevivir. En san Pablo, anonadamiento es reducción —de la condición divina a la nada humana, de la vida en abundancia a la nada estéril; anonadamiento hasta una muerte de cruz[5], concebida para los crímenes más abyectos, muerte ofrecida como rescate de algo perdido, recuperación del cadáver del hombre pecador para transformarlo, por la gracia de la sangre derramada del Cordero , en cuerpo glorioso. En Levinas, el anonadamiento es descomposición, agotamiento, desaparición, inmovilidad; en san Pablo, comienzo, curación, presencia, vida, porque en Él que vivimos, nos movemos y existimos[6].

La muerte del otro no es ajena, cada muerte de otro es cosa propia, quizás más propia que la de uno mismo, porque la nuestra, o nos anonada o nos lleva a la gloria, no lo sabremos hasta que la duda se agote, vela que se consume; y mientras, nos queda la fe, que es un avatar de la duda, nada metódica, tampoco desesperada. No la fe fatigada de los aplausos y los cánticos, y las palabras huecas de "bendiciones" y "aleluyas", sino la fe serena que duda y se repone, la fe cuya fortaleza está en el dictum, en las cosas dichas, según recoge la tradición escrita, por un judío marginal[7]. Entre lo dicho y lo escrito pueden verse interpolaciones interesadas pero, no por ello, menos creíbles. 

Sabemos poco de la vida de quien llegara a ser Monseñor Jaime —algunos creen saber más, porque lo vieron aquí, coincidieron allá con él, o "por las noticias", por las habladurías en los corros parroquiales, pero , en verdad, sabemos poco de la vida de Monseñor Jaime, como poco sabemos de la vida de cualquier otra persona, porque ni siquiera lo que dicen revela todo lo que encierra toda conducta humana. Sabemos que murió, que ya no está, que se apartó a tiempo para morir, como siempre se muere, solo (acto individual, la muerte), aunque estuviera acompañado por los agradecidos, por el agradecimiento y, ahora, por el recuerdo, el homenaje. Los hay que lo recuerdan remordidos, desvencijados, por su propia ingratitud. Sabemos que se consagró a predicar la vida, a vivir la vida, no como la vive el mundo, sino como él la creyó; y que, hombre sabio, se equivocó, el equívoco consustancial a esta "naturaleza" humana —"no hago el bien que quiero…"[8]Sabemos que sufrió los equívocos que toda Revolución cuando es verdadera[9] genera en su afán de liberación y de emancipación—complejo, y doloroso, proceso de rupturas sin apenas continuidades, de estas, una de las pocas, la Iglesia a la que Monseñor sirvió, signo del ayer, que, a fuerza de presencia y gestos sólidos, se convirtió en interlocutora de un gobierno y un Estado en el que el laicismo, más de talante liberal que comunista, y el ateísmo, más mimético que científico, eran santo y seña; y desde el antes estáen el ahora de un país cuya Revolución es hoy una cuestión de gobierno, un asunto de Estado, más que un proceso totalizador de lo social[10]. Sufrió también los equívocos de los que se apartaron, no sólo del país, sino de la realidad y de la verdad; sufrió el encono de "los conjurados" que viven de los réditos que dejan la especulación y el oscurantismo, y han acumulado tal capital político que hasta las propias autoridades eclesiásticas locales cuidan de expresarse inequívocamente sobre Monseñor[11]. Sabemos que intercedió, pastor de vocación, por aquellos cuyas voces eran inaudibles. 

En el recuerdo de su amistad se mezclan esos tres afectos primitivos que describió Spinoza[12]—el deseo, la alegría o la tristeza . El deseo de aquella otra vida, ya acabada, sin retorno, en la que las cosas fluían y se ordenaban de manera natural, y de su trato, tan cordial y distinguido; la alegría de haber estado a su lado; la tristeza de la infidelidad. Recuerdo, de nuestras conversaciones, su insistencia "en pactar con la realidad" como condición para ser efectivos en nuestro hacer. Su pasión por la rectitud y lo pulcro lo distinguió entre tanta ordinariez, a la vez que lo convirtió en "blanco" de la "masa" políticamente inerte e intelectualmente baldía. A pesar de todo su conocimiento humano, no lo confundió la soberbia ni se conformó con predicar, o actuar, ad captum vulgi—predicó y actuó según entendió su misión.

Hay partidas que dejan luz, iluminado el espacio de tiempo que la persona, ahora anonadada, ex-ánime, ocupara; otras delimitan el tiempo, su tiempo—con la partida de esa persona se acaba un tiempo, una manera de pensar y de comportarse. La partida de Monseñor es de esas que dejan luz, iluminando el espacio de tiempo que ahora es memoria, y marcan, de-limitan, el final de un tiempo. Y nos hacen sentirnos, y estar, más solos, asolados, como si el sentido de pertenencia al acontecimiento que encarnaron se diluyera, deteriorara. Sólo en la memoria que se escribe, en la memoria dúctil a la escritura, podemos esperar, pacientemente, nuestro propio anonadamiento.  


[1]Emmanuel Levinas Dios, la muerte y el tiempo. Ediciones Cátedra, Madrid, 1994.
[2]San Pablo, Carta a los Filipenses, Capítulo 2, versículo 7
[3]Levinas, op. cit.
[4]Levinas, op. cit.
[5]San Pablo, ibid.
[6]Hechos de los Apóstoles, Capítulo 17, versículo 25.
[7]Véase John P. Meier, A Marginal Jew, Doubleday, 1991.
[8]Carta a los romanos, Capítulo 7, versículo 19.
[9]Cfr. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f020161e.html
[10]Ver esteartículo en Granma.
[11]Ver la declaraciónoficial del Arzobispo de Miami. Es fácilmente advertible su lenguaje aséptico y descomprometido .
[12]Véasela Ética de Spinoza

sábado, 26 de enero de 2019

De entelequias y filiaciones, o de la inocencia imposible*

¿Cómo se llama el espacio que separa la censura de la crítica?—pregunta, con aparente inocencia, el intelectual. El poder, se responde a sí mismo. Y el poder, para muchos intelectuales inocentes, lo ejercen siempre otros; en Cuba, desde hace mucho, con mayor o menor (des)afecto, mayor o menor encono, ellosesta gente. Sobre todo, esa gente que no nos deja vivir en absoluta libertad y paz, como (creemos que) nos merecemos, porque siempre merecemos más, aunque demos menos, aunque no demos nada, aunque más bien restemos—y ese menos, ese nada y ese restemos, aclárese, ni siquiera, a estas alturas, en otros términos que no sean, estrictamente, los de producción intelectual pertinente. Siempre me ha parecido que no hay víctima, real o ficticia, más procaz que la que acusa de su victimismo al poder —como si existiera El Poder, así, en abstracto y no relaciones de poder en las que la censura es función, debida o indebidamente ejercida por una de las partes del propio enfrentamiento entre los sujetos de esas relaciones, o como si determinadas víctimas de la censura —en este caso, los intelectuales inocentes— no ejercieran, contra el poder, su propia forma de censura al (auto)erigirse, ellos, en custodios de la libertad. Los intelectuales, de nacimiento inocentes, censuran al poder, de nacimiento culpable, por querer este —el poder— también, ¿y por qué no?, ejercer su derecho a la libertad.

En el caso de Cuba, la censura se ha ejercido, desde el poder, como instrumento político de supervivencia, en primer lugar, y, en segundo, de unidad frente a un enemigo poderoso, implacable y decidido —la historia son los hechos, no nuestra interpretación de los hechos—, mientras que la crítica se ha ejercido como mecanismo de propaganda, y, extra-oficialmente, en el mejor de los casos, como ejercicio del criterio informado, regulador; en el peor, de amiguismo o su reverso (character destruction, pues es más fácil destruir la imagen de una persona que un lienzo, una película o un libro). En el mundillo intelectual de cualquier época o lugar del mundo puede observarse esa mala conducta de la crítica, sin que ello obste para que haya, en ella, espacio para algo más, intelectuales que ejercen como críticos, y que lo hacen con una actitud tan responsable como soberana, lo cual no significa tratar de situarse por encima de su tiempo ni de sus circunstancias, sino asumir los riesgos y consecuencias de su propia verdad frente a la verdad de su época, en ese tiempo y esas circunstancias, y la verdad, si lo es, no es neutral, ni aséptica, ni una serena fuente de retozo.

Por alguna razón que tiene que ver más con mi biografía que con la filosofía, el positivismo, como escuela filosófica, siempre me ha disgustado, pero sobre todo como vulgarización popular de esa escuela. Una cosa es Comte y otra bien distinta el buen hijo de vecino que se precia de ser un tipo objetivo y práctico que no cree en musarañas—con un poco más de lectura o de insolencia, ese mismo Comte de bolsillo podría un día espetarnos que no cree en entelequias (más, sobre este asunto, después). No obstante, en el caso de comentar la obra de un grupo de compatriotas a quienes apenas me unen ciertos nexos secundarios, como el pasaporte —el mío, si no jurídicamente, al menos moralmente disminuido: soy ciudadano cubano medio apátrida— y años de vida en la(s) isla(s), en la candela, a diferentes temperaturas y atizadas para quemar diferente leña, pero en la candela; solo que ellos se iniciaban en la vida cuando yo partía para esta otra, dañada—, algún grado de positivismo, de empiria, puede servirnos de herramienta útil, y ayudarnos a reparar en los hechos que, en el caso de la literatura, son las palabras, o su ausencia, y tratar de alejar ese fantasma tan humano que son los afectos desordenados. Haré uso de una de las características que Nicola Abbagnano atribuye al positivismo en su Diccionario de Filosofía: "El método de la ciencia es puramente descriptivo, en el sentido [de] que describe los hechos y muestra las relaciones constantes entre los hechos que se expresan mediante las leyes y permiten la previsión de los hechos mismos (Comte) o en el sentido [de] que muestra la génesis evolutiva de los hechos más complejos partiendo de los más simples (Spencer)." (Los subrayados son míos.)

Por compañero interpósito, supe de una plataforma digital desconocida para mí hasta ese entonces; Rialta, por más señas, y a través de la cual se divulga el ambicioso y múltiple quehacer de una editorial, un archivo digital y una revista en línea (Rialta Magazine). Según la tradición judía, los nombres son dados hasta la destrucción del templo, y aunque el templo ya fue destruido, los nombres siguen llevando en ellos esa incrustación de origen y destino, exégesis de la esencia de cada cosa. ¿Por qué Rialta? Rialto es el nombre de la zona más céntrica de uno de los seis sestieri (distritos tradicionales e históricos), el de San Polo, en que está dividida Venecia, y de una ciudad en California, y de corporaciones, teatros y restaurantes. Había, no sé si todavía exista, un cine en La Habana que se llamaba así, Rialto. Rialta, además de nombre común en A Coruña, Galicia, es también voz irlandesa que se puede traducir por “algo habitualregular, que sucede con regularidad” e, incluso, tiene acepción y uso eclesiásticos, sujeto a regla religiosa. Existe, desde 1984, una revista inglesa independiente de poesía, que hace también las veces de editorial, que se llama The Rialto. Rialta, además, me comenta el mismo compañero interpósito—quien descubrió Rialta al azar, mientras indagaba por detalles históricos olvidados sobre el caso Padilla, a propósito de un artículo suyo, que escribía entonces, sobre la censura—es el nombre de la madre de José Cemí, protagonista de Paradiso. Tratándose de una publicación periódica, el adjetivo irlandés, que significa regular, parecería el candidato más idóneo —haya estado o no en la mente de los creadores de esta plataforma—, pero tratándose de una publicación periódica en, y tras, la cual se agrupan un número mayoritario de intelectuales cubanos, y de una filiación (¿posrevolucionaria?—para ir, digamos, suave), quieran ellos o no, estén interesados en confesarla o no, muy particular, la relación del nombre de la revista con el personaje de la novela de José Lezama Lima—figura tutelar, en Cuba, de varias cosas, entre ellas de un cierto revisionismo en virtud del cual ahora resulta que Lezama Lima no es (fue) más que otra víctima del poder, demasiado inocente, o demasiado débil—, apunta a la pista más probable de todas.

Después de los nombres, los hombres. Director y editores, siete nombres que no reconocí y por los que pregunté a ese curioso incansable, ese voyeur que ya somos cada uno y que todos usamos con distinta intensidad y confianza, y hasta con cierto embarazo. En las páginas de la revista pueden encontrarse breves biografías de casi todos, salvo del último de los editores que aparecen en la lista y que responde al nombre de Aldo Álvarez Santos. A excepción de uno que nació en 1973, los demás nacieron entre 1980 y 1988 —cuando la generación a la que pertenezco ya andaba por entre los 20 y 30 años, y se había equivocado lo suficiente, sobre todo políticamente, como para invalidar cualquier excusa de inocencia— y todos tienen textos publicados en Rialta con excepción de Aldo. Textos de un diapasón encomiable, incitante—de Gombrowicz a Cioran, de Borges a Sergio Pitol, de Mañach a Calvert Casey, de María Zambrano a Elizabeth Bishop, de Mirce Cărtărescu a Cormac McCarthy, por solo mencionar unos pocos entre más y menos conocidos, de autores de nuestra y de otras lenguas— y, al menos a primera vista, o en primera lectura, de cuidada hechura, lo que no es hoy, ¿lo habrá sido alguna vez?, la norma en la (b)logosfera insular. Es la información que puedo leer, en línea, hoy 17 de enero de 2019. Una plataforma digital no es un incunable en una biblioteca; así que la información que aquí doy ahora es perecedera y podría ya haber sufrido cambios. Rialta, plataforma digital de la revista, la editorial y el archivo digital ya mencionados, ha sido inteligentemente diseñada, con sobrio y elegante gusto y evidente funcionalidad —desde el fondo invariablemente blanco de cada una de sus páginas, entre las cuales se navega sin dificultad, no nos salta a los ojos ni al cuello nada chillón ni nada que se pueda descartar de entrada como gesto improvisado de amateurs ingenuos o irresponsables; nada vulgar, nada que recuerde el solar cubano en que tanto opinador cubano ha convertido los medios sociales (sucede que, por el mero hecho de opinar, las más de las veces inopinadamente, sobre lo que les venga en gana, muchos opinadores se consideran ya intelectuales, y hasta la indiferencia o repulsión, más que justificados y legítimos, en que se los tenga podría ser catalogadas, por ellos, de censura). Es obvio que detrás del esfuerzo y de sus resultados hay no solo intenciones, sino recursos más que suficientes: humanos, técnicos, financieros, intelectuales. Honor a quien honor merece. Los textos publicados en Rialta Magazine, originales o no, expresamente escritos para la publicación o no, así como los libros impresos o digitalizados por la editorial Rialta, se engarzan hábilmente, sin aparente tropiezo, y aparecen en distintas secciones de la publicación sin que por ello parezcan vicios de repetición o mero relleno —and so, let me repeat it, kudos for the overall design of Rialta. Dicho todo esto sin el menor asomo o sombra de sarcasmo. Lo que Rialta llama “diseño de cubiertas”—y que no me queda del todo claro dónde comienza y dónde termina: ¿se referirá ello exclusivamente al diseño de las cubiertas de los libros que publica Rialta?— está a cargo de Gerardo Islas. En un primer momento, como se dice, it rang a bell. Me pareció haber escuchado o leído ese nombre asociado a las artes visuales, no sabía, no sé, dónde. De vuelta al voyeur oficial de nuestro tiempo, de nuestra posmodernidad al parecer, por ahora, nada preocupada por pasar de su arrellanado pos- a algún precario pre-. El nombre de marras es también el de un político mexicano del Estado de Puebla que, a juzgar por lo que se puede leer, es un tanto colorido —noticias de matrimonio y divorcio con una tal Sherlyn González, por sus nombres los conoceréis, y posible aspirante a la gubernatura de ese estado mexicano, muchacho joven, nació en 1983, y al parecer muy dinámico. Most obviously, este no es el diseñador de Rialta. Hay otro Gerardo Islas cuyo segundo apellido es Bulnes, también diseñador pero de sonido, asociado a la industria cinematográfica, y sobre el cual se puede encontrar muy escasa información en IMDb. Este tampoco es el Gerardo de Rialta, a quien finalmente encuentro aquí.

Rialta es, reitero, sitio digital de muy buena factura y abundantes colaboraciones que, desde el título y el tema, y el approach que insinúan, llaman la atención, invitan a buscar, a leer, con la esperanza, entre otras cosas, de confirmar que no estamos ante otro Penúltimos días o ante otro Diario de Cuba, tan mal concebidos (paridos) como burdos e, inevitablemente, provincianos. Rialta parece otra cosa, una revista literaria en línea que no quiere ser sino eso, y que no anda malgastando sus dineros, mal habidos o no, en “reportar”—tal vez deberíamos empezar a decir “repostar” (o “abastecerse de provisiones o combustible”), por aquello de que algunos viven de eso, del cuento— las tan violadas, por ellos mismos, violaciones de los derechos humanos, demasiado humanos. Pero, al igual que la verdad, las palabras —esos hechos de la literatura—, no son neutrales. Por regla, cualquier reclamo de imparcialidad o neutralidad lo tomo por una declaración de principios doctrinales alineados con alguna religión, alguna ideología, alguna agenda, secreta o no. Me permito reproducir dos pasajes de la sección Sobre nosotros, en que Rialta se explica a sí misma. Mi selección es, por supuesto, interesada, parcial, pero está basada en (y cito) las propias palabras de los editores de la revista:

"Nucleados en el espacio virtual www.rialta-ed.com, nos interesa generar una red transnacional (posnacional, si cabe), un foro intelectual plural, un espacio de encuentro capaz de salvar las distancias físicas, políticas y coyunturales para indagar, reflexionar y discutir en torno a lo mejor del pensamiento y la producción cultural, facilitar el acceso a las fuentes de información y estimular la producción de nuevo conocimiento.
En Rialta no nos interesa vindicar filiaciones ni adorar entelequias nacionales; nos interesa, eso sí, la excelencia estética, el vigor del pensamiento y el rigor editorial. Vale aclarar que el proyecto no está vinculado ni representa ningún tipo de organización política o religiosa." (Los subrayados son míos.)
Lo de posnacional parecer ser un concepto muy caro a quienes hacen de la ausencia de obligaciones con nada que no sea el proyecto de su propia existencia, privada o pública, su carta de presentación, y de la libertad divorciada de toda necesidad (y, por tanto, de todo límite libremente asumido), su única filiación, convirtiéndola así, de hecho, a la libertad, en una entelequia, entelequia que adoran. Lo de posnacional, también, y más taimadamente, no es solo pretender haber llegado a otro paradigma, otro zeitgeist, otra civilización que hacen de lo nacional algo anacrónico, sino sobre todo descalificar, de entrada, por anacrónico y por indeseable, impertinente, hasta peligroso, todo lo que aún se reclame, e invoque, de una nación o proyecto de nación, de un modo de ser otro, una cultura otra, un temperamento y una sensibilidad y un imaginario propios, para reconocer, e identificarse con, los cuales no se precisa de chauvinismos criminales ni de patriotismos llorosos, sino reconocerse en —y sentirse, en lo incumplido, obligados con—aquellos que, en su momento y sus circunstancias, hicieron lo que (muchos de) nosotros habríamos también hecho porque todavía, en este momento y estas circunstancias, nos siguen exigiendo nuevas encarnaciones, nuevos cumplimientos. Por lo que, en Cuba, todavía, y quién sabe por cuánto tiempo, lo de "posnacional", quiéraselo o no, no puede resolverse sino en lo contrarrevolucionario. Lo de posrevolucionario es mero eufemismo por contrarrevolucionario. La Revolución apenas ha logrado lo que se proponía. En ese sentido, apenas ha empezado.
Preferiría que los de Rialta fueran eso que describen en Sobre nosotros, "una red transnacional capaz de salvar las distancias físicas, políticas y coyunturales", aunque, a decir verdad, tampoco es de mi sensibilidad política congraciarme con lo transnacional —¿algún problema con escribir internacional?—, ni creo que ciertas distancias políticas son o deban ser salvables, salvadas. Puedo ver, en los Estados Unidos, por ejemplo, a un republicano y a un demócrata salvando distancias, pues salvar distancias es para ellos una necesidad, no un lujo: al final comparten la devoción por el mismo sistema político, por el mismo sistema socioeconómico, por el mismo régimen de propiedad, con mayor o menor impiedad, por la misma cultura, por el mismo sistema de valores, el mismo imaginario, entre circense e ingenuo—todos los americanos tienen algo de ello: de lo hollywoodense, que parece ser a los norteamericanos lo que el choteo a los cubanos. Pero dada la historia política de Cuba en sus últimos sesenta años, no veo a un revolucionario salvando distancias con un contrarrevolucionario. Toda revolución verdadera es también dramática, agónica, trágica, porque al tratar de romper y superar un sistema de explotación y enajenación mucho más antiguo y más arraigado que la propia revolución —incluso en quienes, desde ella, aspiran a superarlo—, y, por tanto, más fuerte, más instintivo, por lo que se ve en la obligación constitutiva, estructural, de negarse a echar vinos nuevos en odres viejos, porque se pierden el vino y los odres. En cambio, no hay contrarrevolución que responda, nunca, a necesidades históricas verdaderasVerdadero viene, no lo olvidemos, de verdad, por lo que la idea misma de lo genuino es inseparable de la verdad, porque la esencia política, teológica, de la verdad es revelar y encauzar, con y por todos los medios posibles, la más antigua y tenaz—y, por tanto, la más verdadera— de las aspiraciones, la de la emancipación humana, que para mí se alcanza desde la fe en el Cristo que es epifanía de Dios, su presencia-entre-nosotros, en la figura profética y desiderativa de la vuelta al jardín, en el que la única distinción entre Dios y su creatura fue el acto de obediencia de no quebrar el mandamiento del reconocimiento de la soberanía divina, de manera tal que la muerte, con su injusticia de origen, no se instalara entre nosotros, como recordatorio doloroso de la soberbia humana. La revolución —y ello lo digo sin querer apresurar el paralelo entre el dictum divino y la práctica revolucionaria— es un acto de fe, y por la vida, porque trata de restaurar, pero sobre todo de crear, en el siglo, soberanías donde ha reinado la soberbia, re-crear la libertad donde su ejercicio como excepción crea la ilusión de vivir en ella. Eso es lo revolucionario. Lo revolucionario, si verdadero, es siempre cuestión de vida o muerte. En Cuba todavía estamos muy cerca de los hechos de la revolución, y ni podemos ver, en toda su extensión, su drama, ni aquilatar todo su alcance, ni comprender los hechos de los hombres —ni a los hombres de los hechos— por entre cuyas manos corrieron la sangre y el lodo de la violencia a partes iguales con el agua, purificadora, de la justicia. 
No son meras divagaciones estos apuntes en torno a "lo posnacional" y lo revolucionario, son juicios de valor y reclamos (defensa) de sentido, y son tomas de partido. ¿Qué significa "posnacional" en un mundo controlado por transnacionales, matriculadas en su inmensa mayoría en Occidente? ¿Significa acaso renunciar a la soberanía de unos en favor de otros? ¿Dejarán, por ejemplo, los norteamericanos de ser sujetos "nacionales" para convertirse en "posnacionales" y sentirse iguales a los ciudadanos (más) pobres del mundo, y sentarse con ellos en pie de igualdad a la misma mesa? Pienso en lo ocurrido a finales del siglo pasado y comienzos del presente, cuando en América Latina se iniciaron una serie de procesos políticos que llegaron a identificarse, bajo múltiples formas y filiaciones nacionales, como "socialismos del siglo veintiuno", en Nicaragua, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina, Honduras, Brasil. Los gobiernos de esos países, democráticamente electos —según las fórmulas de la más clásica de las definiciones de la democracia: sistema basado en la representación electiva y revocable de las mayorías—, fueron acosados por los gobiernos de los países ricos, los Estados Unidos a la cabeza. Las administraciones de Bush, Obama y Trump, que al final son, ideológica y geopolíticamente, una única y misma administración con variaciones de personalidad, retórica y estilo —el tan overrated Obama es alguien mucho más presentable que Trump o que Bush, y mucho más presidential, pero las diferencias políticas e ideológicas (¿algún problema con escribir ideológico?) entre ellos son apenas perceptibles pues son apenas existentes, o son solo pertinentes dentro del propio sistema—de demasiado cerca vendría entonces la recomendación— y en esencia limitadas al manejo de los impuestos y el gasto público y la diversidad de tácticas para lograr el objetivo supremo de una única e invariable estrategia: asegurarse de que los Estados Unidos sigan siendo el líder del mundo, es decir, controlando sus recursos y la manera en que estos se explotan y benefician a unos y no a otros— , impidieron que esos procesos se desenvolvieran a su ritmo y por sus propios medios, les abrieron fuego cruzado —desde maniobras subversivas presuntamente emanadas por generación espontánea de la "sociedad civil" hasta el golpe jurídico o militar, estrategias económicas para asfixiar a la población, conspiraciones para matar y extorsionar. Desde hace unos años, a esos mismos países ricos, los recorre un espectro, el espectro del chauvinismo y del revanchismo, que capitaliza las frustraciones de sus ciudadanos "naturales" y les inocula en su imaginario político dos grandes terrores culpables de todas sus miserias: la inmigración y el terrorismo. A ese espectro podría llamársele "fascismo del siglo XXI", tentativa ingenua o demagógica de "salvar” a una “civilización occidental" inconcebible ya sin sus “enemigos”, por no hablar de la imposible “pureza”, material, racial, cultural, demográfica… de su pasado colonial y neocolonial. Nuestros sujetos posnacionales consideran este fenómeno político, que se vende como "antisistema" pero que no es más que expresión concentrada de lo peor del sistema mismo, una respuesta a situaciones internas que han escapado del control de las sociedades y de los gobiernos, y que anegan en violencia a una sociedad cada vez más atomizada entre sus rotos diques, hechos saltar por sus propias e insolubles contradicciones. Nuestros sujetos posnacionales, cuando más, les dedican a esos gobiernos populistas de derecha algún que otro comentario de comedia (y, por lo tanto, comedido), sin que vean en ellos algo más que pasajeros o inofensivos pasatiempos políticos. Es tal el doble rasero que, en nombre de un mínimo de rigor, lo de "posnacional" deberíamos dejárselo a los suecos (reales y genéricos). 
En la nota de los editores de Rialta, como ya vimos, también se lee, palabras textuales, que a la publicación no le "interesa vindicar filiaciones ni adorar entelequias nacionales". Si lo de "posnacional" merecía un comentario, más o menos extenso, esta frase merece una criolla trompetilla, sobre todo eso de que no le interesa vindicar filiaciones ¿Habremos llegado ya al reino de los cielos? ¿Serafines, querubines, ángeles por doquier? De las filias, y las fobias, no escapamos, nos constituyen, para gracia o desgracia —el que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama, se lee en los evangelios. Hasta Dios vindica, exige, filiaciones. Entonces, ¿a qué viene tamaña inocencia? A juzgar por los currículos personales, y las filiaciones explícitas e implícitas, que están detrás de lo que se publica en Rialta —toda selección es, de entrada, discriminación y toma de partido, y Rialta dice mucho más de lo que privilegia por aquello que omite que por aquello en lo que abunda—, inocencia intelectual es lo menos que se puede esperar de esa empresa.

Lo de "entelequias nacionales" es harina de otro costal —ahí hay mala fe y mucha leche cortada. ¿A qué llaman una "entelequia nacional"? ¿A un proyecto de emancipación y justicia que data, en Cuba, de principios del XIX? ¿Al discurso y la práctica de la última de nuestras revoluciones? Para mí una "entelequia nacional" es "Make America Great Again", fantasma (y fantasía) retrógrados, racistas, exclusivistas e imperialistas. Pero la Revolución cubana —y por tal entendemos la revolución cubana de longue durée, porque a eso es a lo que se refieren los de Rialta, claro, sin mencionarla, como se aviene al gusto de quienes “no está[n] vinculado[s] ni representa[n] ningún tipo de organización política o religiosa”— no es una entelequia nacional, la revolución cubana fue, y es, una necesidad y una realidad históricas, pues en Cuba nunca ha sido posible articular lo nacional al margen de lo revolucionario, contra España primero, contra los Estados Unidos después, contra el propio lastre de lo colonial y lo neocolonial en lo cubano mismo, y, hasta ahora, la etapa decisiva, para su continuidad y renovación, pero también para su propia supervivencia, del proyecto nacional cubano. Sesenta años después, la Cuba surgida de la Revolución, aun cuando fue traumáticamente (¿terminalmente?) dañada por las privaciones y el desconcierto del período especial, todavía exhibe una sociedad en la que los valores de justicia y respeto por la persona humana son una realidad sobre el terreno y son, incluso, el centro de toda política, en medio de colosales limitaciones, y en medio de mucho más grandes ingratitudes y persistentes errores, deformaciones, vicios.

Yo tengo una "entelequia nacional" y son las ideas del Mejor de nosotros para Cuba, y, de paso, para la humanidad, para lo humanoOtra "entelequia" que tengo, esta, supranacional, pero no poshistórica, es la de estos actos y dichos recogidos en Marcos 10:17-30: "¿(…) qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?, preguntó el discípulo, "(...)vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo (…), respondió el Maestro. 

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*Publicado originalmente en Patrias. Actos y Letras.

Kafka, Diarios (1920)

Del cuaderno en que Franz Kafka registraba sus impresiones diarias, los apuntes tomados en 1920 que lograron sobrevivir a la voluntad de d...