sábado, 16 de marzo de 2013

Diario, March 8, 2013

Agridulce. Una de cal y otra de arena. ¿Qué se puede esperar? Hoy es un día que quise leer algo de Dostoievski.  Tengo Pobres gentes, lo abro y leo en traducción cursi pero la única que tengo a mano: “Mi estimada Varvara Aleksiéyevna: ¡Ayer me sentí feliz, extraordinariamente feliz, como no es posible serlo más! ¡Conque, por lo menos una vez en la vida usted, tan terca, me ha hecho caso! ¡Al despertarme, ya oscurecido, a eso de las ocho (ya sabe usted, amiga mía, que, terminado mi trabajo en la oficina, de vuelta a casa, me gusta echar una siestecita de una a dos horas), encendí la luz, y ya había colocado bien mis papeles y sólo me faltaba aguzar mi pluma, cuando, de pronto, se me ocurre alzar, la vista, y he aquí que..., lo que le digo, que me empieza a dar saltos el corazón! ¡Ya habrá usted adivinado lo que ocurría! Recuerdo cuánto disfruté este tipo de lecturas entre los dieciséis y los dieciocho años. Recuerdo, incluso, la atmósfera… Iba a la Biblioteca Nacional, “sacaba” los libros que fueran, me iba a casa y me ponía a leer. Casi nunca iba a la escuela. Odiaba la escuela con sus absurdas disciplinas, que si el uniforme, que si el pelo largo, que si las asambleas… Yo era también odiado por la escuela, por los maestros… Una relación de odio social… me iba a la casa la mayoría de los días de escuela. La casa estaba sola en la mañana. El lugar ideal. Ahora me explico por qué me gusta estar solo en casa. Me ponía a leer, y ensoñaba con una vida distinta, más en el pasado. Y, ahora me doy cuenta, leía las traducciones de Dostoievski, y me llenaban de una serenidad y un sosiego tremendo. Cuando estoy solo en casa, a veces lo leo, a veces leo a Balzac, a Stendhal, Flaubert, Tolstoy, los amigos de mi adolescencia.

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