Estas reflexiones debieron haberse
publicado el primer domingo de enero; varias circunstancias han retrasado
ostensiblemente su entrega. ¿Vale todavía la pena publicarlas? Sí, porque esta
serie pretende documentar menos el tiempo que se agota en fechas y plazos que
ese otro que se escurre o empantana según ciertos estados del ánima,
aguijoneada esta por los recuerdos o las meras evocaciones.
Ayer acabó la Navidad. Con la fiesta del bautismo de Jesús. El
tiempo que comenzó el primer domingo de diciembre —dura otros tres y se conoce
como "adviento"— culminó con la celebración de la natividad de Jesús,
el 25 de diciembre, y la Navidad, que comienza precisamente ese día, acabó ayer,
con la fiesta del bautismo. Jesús, según los testimonios de los evangelistas
Mateo, Marcos, Lucas y Juan, se bautizó
en edad adulta—la lectura de hoy está tomada de lo que cuenta san Marcos en el
primer capítulo de su evangelio: que fue a ver a Juan, su primo, que bautizaba
con agua en el río Jordán y que se hizo bautizar por él y que, saliendo del río,
se escuchó una voz que proclamaba que este
es mi hijo amado, mi preferido. La iglesia celebra este bautizo de Jesús en
edad adulta casi inmediatamente después de celebrar su nacimiento—¿tour de force de la iglesia para hacer
que el bautizo se administre justo o muy cerca del nacimiento y así asegurarse
feligresía o pedagogía de la salvación—otro
nacimiento, sacramento de iniciación, de admisión a la vida de la gracia? Hay otro sacramento, el de la confirmación, que
se administra en edad adulta—renovación de las promesas bautismales—, que
cierra el ciclo de adhesión a la fe cristiana que se inició con el bautismo.
Todo esto nos remite a una secuencia, a un ciclo, a una repetición que se
explicita en unos ritos que entrañan signo, palabra y materia. Todo esto ha
perdido sentido en una sociedad que necesita cada vez menos del creador y cada vez más de lo creado. Es un proceso que comenzó hace
mucho y parece imbatible, y que, tras la apariencia de jolgorio, esconde una
amarga soledad que pretendemos abatir sacándonos a nosotros mismos a este juego
de sombras sin identidad que llamamos el mundo.
Sacramentos —en cuanto signos "sensibles y eficaces de la gracia de
Dios", tal cual describe el catecismo más elemental— en una sociedad que
diluye la realidad en una secuencia de algoritmos y combinaciones binarias que la
alteran a fuerza de virtualidad; sacramentos que parecen conectar cada vez
menos con esta nueva realidad creada bajo
los efectos de las nuevas tecnologías de la (in)comunicación y la
(des)información. El rito, el agua que purifica, el aceite que unge, la vela
cuyo débil resplandor testimonia la luz, los signos que ejecutan, las palabras
que se dicen no son portadores ya, siquiera, de tradición. Si entráramos hoy en
las aguas del Jordán, ¿sería el mismo Jordán en el que entró Jesús? Las aguas
no son las mismas, ¿y el cauce? El bautismo de Juan era con agua, el de Jesús
en el espíritu. Agua y espíritu, el espíritu que revolotea sobre las aguas,
libro primero, génesis. No se trata
del vano intento de regresar al
pasado, de impugnar el hoy con el ayer—cómo si tal cosa fuese posible. El mero deseo de desear vivir en la verdad
aísla, remite a la soledad, pareciera como si
el mundo se hundiera, como si no fuera preferible eso a vivir en la mentira. Los sacramentos son signos de la verdad —de
la verdad revelada en las escrituras,
recordada en la liturgia, vivida con la pasión de la fe— que no
sólo nos hace libres, sino responsables aun cuando la duda lo invada todo, el
desaliento nos aceche... Apegados a la verdad, leyéndolo todo como signo,
prefiguración, sacramento de otra
cosa. Me encuentro tanto más cuanto más solo estoy: atisbo de (la) verdad.
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