El mes de noviembre comienza con dos celebraciones muy importantes en
la liturgia católico-romana—el primer día del mes, la de Todos los Santos, y al
día siguiente, la de los Fieles Difuntos. Dos celebraciones que tienen en común
el anonimato, pues no se celebra a nadie en particular, sino la memoria, el
recuerdo de todos, o—como se lee en el misal— "los que nos han precedido
en el signo de la fe". En esos días se lee el evangelio de las
bienaventuranzas (bienaventurados los
pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de
justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la
paz, los perseguidos por causa de la justicia) y aquel otro en que Jesús
proclama que Él es el Camino, la Verdad y
la Vida, probablemente de los más hermosos pasajes de los libros que narran
la vida de Jesús, según dos de sus primeros discípulos, Mateo y Juan, de
alguien que parece haber estado cerca del entorno del Maestro, Marcos, y por
Lucas, discípulo de Pablo. Pienso, mientras asisto a las misas que recuerdan esas
celebraciones, en lo que piensan los que no creen, en cómo es posible creer en
todas esas cosas del cielo y del infierno, del purgatorio y de la vida eterna
sin que la inmediatez y lo tangible no nos visiten en la forma de la duda.
Pienso en los muertos, en todos los muertos, y me pregunto qué será de ellos y
si sabrán de nosotros y cómo será la relación entre ellos, si recordarán. Sin
embargo, pienso en que es más útil pensar en la santidad como un proyecto
histórico, algo que se puede realizar en este aquí y este ahora, que
dedicarse a tratar de dilucidar algo que nos sobrepasa. Ambas lecturas pueden
ser consideradas, de ese modo, programas de vida—las bienaveturanzas nos dicen cómo debemos ser, sin afeites, de manera
directa, y los testimonios de la vida de Jesús nos indican cómo lograr lo que
debemos ser, a través de Él. La santidad está en las antípodas de las
propuestas culturales de hoy, de la práctica social, y apela a la conciencia
del ser humano, porque la supone orientada al bien, dispuesta a la verdad,
redimible en su propia pequeñez. La mayoría pensamos en la santidad como un
imposible, porque vivimos en un mundo en que las relaciones humanas (y las relaciones
sociales de producción) están reducidas a puro genitalismo y vemos la santidad
como la negación y la supresión del placer. Resulta curioso advertir que en ninguna
de las bienaventuranzas se alude a la
conducta sexual de los bienaventurados.
En todas ellas resuena la preocupación por el otro y por el decoro de uno mismo;
decoro que se manifiesta en mansedumbre, misericordia, limpieza; hay en ellas
un llamado a la cordialidad y a la paz, al respeto y a la discreción. No nos es
dado conocer ahora la vida eterna, la
fe nos convida a la certeza en una vida futura, pero lo importante es trabajar
para que el comportamiento histórico de los seres humanos esté cimentado en lo
que enuncian las bienaventuranzas. Eso
sería lo revolucionario.
domingo, 12 de noviembre de 2017
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