La estancia de un banquete es siempre decorada con multitud de luces fatídicamente dispuestas a contraluz. Una chismosa es segregada al papel de antigua proveedora de penumbras; sin embargo, es ella la que ilumina, parcialmente, un recinto de verdaderos cuadrantes y ángulos dispuestos en sucesión infinita. El espacio de una fiesta deviene el espacio del aburrimiento por la opacidad del peso, inundado de colillas. Después del diluvio de alegrías y saludos, la impávida secuencia de cuerpos retorcidos y dispersos, y el lenguaje vaciado de estocadas, disminuido a la categoría imprecisa de comunicar retraídos alegatos de efectos fútiles que carecen de orden.
En la fiesta siniestra que celebra la vida se opaca el sentido verdadero de la misma. Como si no fuera el olvido y la leve trascendencia lo que prima, lo que reluce y determina la memoria. Sólo la insistencia de un texto que traspasa los oídos o la imagen que vincula el trazo y el ojo, permanecen en el recuerdo. El banquete íntimo que sacude la epidermis es el que trasunta el sentimiento distinto de la oquedad en plenitud. Así, acobardado por la presciencia de lo poderoso, Daniel —ubicuo encantador de enemigos— consagra una tautología de la escritura sobre lo vano.
Del templo de Jerusalén se trajo Nabucodonosor los vasos sagrados y su hijo, de esquivo y confuso nombre, le agregó los vinos de la desidia y la congratulación. Misteriosa añadidura del oro del recipiente y del oro de la oblación. Ello resultó en el agravio de ambos, porque se resiste a los intentos que la pluma de águila impone para igualar la sustancia.
La madera y la piedra de desigual textura resisten residir en bienaventurado amancebamiento. Esta incorpora la otra en fina construcción de artesonados que prefiguran las eternas moradas. El hierro que cincela y el bronce que ciñe, los metales que confiscan la indulgencia prematura de la salvación a trompetazos apocalípticos. El reyezuelo de marras bebiendo vino, destinado a la borrachera de los sentidos, en el recipiente de todos los sentidos. La inmaculada concepción de lo efímero como prefiguración de lo eterno, y es que lo que se prescribe como totalidad se reduce a una cifra, a un dígito, y se prolonga en la imaginación de lo virulento y de lo débil.
Una pared. Una insidiosa manera de separar la cal del canto. Una muralla cubierta de malangas y romerillos. Una pendiente de cemento raído por el tiempo, o mejor aún, por el paso del tiempo. Una trasposición de la inquietante estrechez interior del apartamento, a la largueza de ese muro pletórico de flores y hojas que muerdo a conciencia de que es todo lo que tengo que llevar en el desplazamiento.
Un recodo. Una especie olvidada. Un inquietante tiovivo. Recalo en las imágenes primeras que muestran la indeterminada paciencia de las olas en un puerto confiscado a su natural trasiego de desesperanzas. Los adoquines de la paciencia. El paso del polvo y la larga alameda de bombín y parada de ómnibus, la ruta de número indeterminado. Las escasas fotografías y las columnas derruidas. La miel que se derrama en la mejilla y el picotazo de la abeja, impune.
Un silencio cómplice. Una manera de decir, "tanto cariño, para nada". Un banquete con una pared en la que se escriben inquietantes silogismos de presencias vacuas e insomnes. Un dedo que asoma a través de una desahogada manga. Una escritura exhausta, desprovista de finitas posibilidades interpretativas. Asolada, la escritura, en su propia soledad y definición: los rasgos de un ciego que se traducen en erráticos giros, distorsiones de la figuración, insignificancia del mensaje; esta es la escritura del genio escapado de su inveterado dominio de lo obscuro y asentado en lo pávido del papel que es la pared circunstancial, crisol que separa el trigo de la cizaña.
Hay vacío. Existe este parapeto de colores que se confunde en lo infinito de los matices y que llamo "entorno". Una reducción del lenguaje en su talante comunicativo al silencio. Una brevedad de lo insólito, un abajamiento de lo trágico a la armonía, a la escritura simple de lo incógnito. Esa es la función del profeta en el banquete de las mesas puestas con mantel de hilo y cubiertos de plata, en el que se bebió lo insólito en vasos perdurables: añadir la fulgurante impiedad del que desestimó la creencia.
Una mejilla que se hunde por el empuje del dedo y se revienta en su propio azogue que lo refleja y lo edulcora, como visión última y perecedera, de lo esquivo que contiene la mitad del rostro. Así fue Daniel. Profeta interrogador de una escritura que se proveyó del miedo de Persépolis para parapetar una interpretación hueca, olorosa a santidad en la ignorancia del gentil pero que tú y yo sabemos inteligible.
Muda el rostro de quien recibe una escritura en la pared, un aviso de lo improbable, porque después de toda grafía solo sobrevive el intento de perdurar en tiempo propicio. Y los pensamientos de los que auscultan lo sórdido es probable que decaigan hasta la gradación [de] cero, si se empeñan en contradecir lo que es evidente. Daniel, durmiendo, sabe más que todos los reinos, porque conoce el dedo. Mas, el que escribe, duda. Y su dedo, cargado de la tinta infinitesimal, se cuadricula y se expande en el orificio que deja la razón vergonzante de lo cierto.
La lectura insigne de la letra irredimible, esa del abecedario vergonzante que patina en el espéculo que examina, resalta la inocencia de una pared en blanco. Inscrita, proscrita, la palabra en su infinitesimal hechura revive lo indecible como oráculo y es aquí donde interviene la paciencia que descifra lo hermético del mensaje: el preciso momento de la escritura es un pasado que se engarrota en el músculo mismo que la propicia.
Así, Daniel entronca su vocación de descifrador de scriptums in solace con la desidia de una pared de blanco. Es llamado en sueños para re-escribir en caligrafía ignota, un decir que trasciende todo significado. Malaventurados los pobres escribas que se apegan a la Ley y son celosos funcionarios de lo proclamado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario