El pasado catorce de este mes, E estuvo de cumpleaños. Un aniversario redondo, unspeakable para los estándares femeninos. La noche anterior fuimos a uno de los tantos clubes cubanos de la ciudad, una amiga se presentaba en una noche de feeling, esa rara y delicada simbiosis entre el bolero y la canción pop norteamericana, esa música íntima que consuma en lo que Rosendo Ruiz definió "como impresionismo debussista (…) lleno de imágenes, poética". Salimos tarde, nos dormimos más tarde aún. El día siguiente estuvo lleno de buenos propósitos, de propósitos de enmiendas y fuimos a comer a restaurante peruano tacu-tacu y pescado frito. Después manejamos por la ciudad, desierta, parecía uno de esos domingos que prefiguran la vida después de la muerte, una inmensa soledad, una falta absoluta de movimiento, como una instantánea caída de un álbum viejo de fotografías. Conversamos mucho ese día, del pasado, nada del porvenir. Los niños estuvieron con nosotros durante el almuerzo peruano y en el viaje a través de la ciudad S dormitaba en el asiento trasero del auto y L se entretenía mirando hacia afuera, hacia la calle medio vacía. De vuelta a casa, una merienda rápida, baño y sueño. Un día casi perfecto. Con peces y sin plátanos.
lunes, 16 de agosto de 2010
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Qué bien. Sí, esa idea de la felicidad inmóvil hace pensar a veces en suicidas. Serán ansias del Paraíso que se sienten a experimentar por unas horas ese estar paradisíaco. Un abrazo,
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