El pasado catorce de este mes, E estuvo de cumpleaños. Un aniversario redondo, unspeakable para los estándares femeninos. La noche anterior fuimos a uno de los tantos clubes cubanos de la ciudad, una amiga se presentaba en una noche de feeling, esa rara y delicada simbiosis entre el bolero y la canción pop norteamericana, esa música íntima que consuma en lo que Rosendo Ruiz definió "como impresionismo debussista (…) lleno de imágenes, poética". Salimos tarde, nos dormimos más tarde aún. El día siguiente estuvo lleno de buenos propósitos, de propósitos de enmiendas y fuimos a comer a restaurante peruano tacu-tacu y pescado frito. Después manejamos por la ciudad, desierta, parecía uno de esos domingos que prefiguran la vida después de la muerte, una inmensa soledad, una falta absoluta de movimiento, como una instantánea caída de un álbum viejo de fotografías. Conversamos mucho ese día, del pasado, nada del porvenir. Los niños estuvieron con nosotros durante el almuerzo peruano y en el viaje a través de la ciudad S dormitaba en el asiento trasero del auto y L se entretenía mirando hacia afuera, hacia la calle medio vacía. De vuelta a casa, una merienda rápida, baño y sueño. Un día casi perfecto. Con peces y sin plátanos.
lunes, 16 de agosto de 2010
martes, 10 de agosto de 2010
Pared en blanco, escritura proclive
La estancia de un banquete es siempre decorada con multitud de luces fatídicamente dispuestas a contraluz. Una chismosa es segregada al papel de antigua proveedora de penumbras; sin embargo, es ella la que ilumina, parcialmente, un recinto de verdaderos cuadrantes y ángulos dispuestos en sucesión infinita. El espacio de una fiesta deviene el espacio del aburrimiento por la opacidad del peso, inundado de colillas. Después del diluvio de alegrías y saludos, la impávida secuencia de cuerpos retorcidos y dispersos, y el lenguaje vaciado de estocadas, disminuido a la categoría imprecisa de comunicar retraídos alegatos de efectos fútiles que carecen de orden.
En la fiesta siniestra que celebra la vida se opaca el sentido verdadero de la misma. Como si no fuera el olvido y la leve trascendencia lo que prima, lo que reluce y determina la memoria. Sólo la insistencia de un texto que traspasa los oídos o la imagen que vincula el trazo y el ojo, permanecen en el recuerdo. El banquete íntimo que sacude la epidermis es el que trasunta el sentimiento distinto de la oquedad en plenitud. Así, acobardado por la presciencia de lo poderoso, Daniel —ubicuo encantador de enemigos— consagra una tautología de la escritura sobre lo vano.
Del templo de Jerusalén se trajo Nabucodonosor los vasos sagrados y su hijo, de esquivo y confuso nombre, le agregó los vinos de la desidia y la congratulación. Misteriosa añadidura del oro del recipiente y del oro de la oblación. Ello resultó en el agravio de ambos, porque se resiste a los intentos que la pluma de águila impone para igualar la sustancia.
La madera y la piedra de desigual textura resisten residir en bienaventurado amancebamiento. Esta incorpora la otra en fina construcción de artesonados que prefiguran las eternas moradas. El hierro que cincela y el bronce que ciñe, los metales que confiscan la indulgencia prematura de la salvación a trompetazos apocalípticos. El reyezuelo de marras bebiendo vino, destinado a la borrachera de los sentidos, en el recipiente de todos los sentidos. La inmaculada concepción de lo efímero como prefiguración de lo eterno, y es que lo que se prescribe como totalidad se reduce a una cifra, a un dígito, y se prolonga en la imaginación de lo virulento y de lo débil.
Una pared. Una insidiosa manera de separar la cal del canto. Una muralla cubierta de malangas y romerillos. Una pendiente de cemento raído por el tiempo, o mejor aún, por el paso del tiempo. Una trasposición de la inquietante estrechez interior del apartamento, a la largueza de ese muro pletórico de flores y hojas que muerdo a conciencia de que es todo lo que tengo que llevar en el desplazamiento.
Un recodo. Una especie olvidada. Un inquietante tiovivo. Recalo en las imágenes primeras que muestran la indeterminada paciencia de las olas en un puerto confiscado a su natural trasiego de desesperanzas. Los adoquines de la paciencia. El paso del polvo y la larga alameda de bombín y parada de ómnibus, la ruta de número indeterminado. Las escasas fotografías y las columnas derruidas. La miel que se derrama en la mejilla y el picotazo de la abeja, impune.
Un silencio cómplice. Una manera de decir, "tanto cariño, para nada". Un banquete con una pared en la que se escriben inquietantes silogismos de presencias vacuas e insomnes. Un dedo que asoma a través de una desahogada manga. Una escritura exhausta, desprovista de finitas posibilidades interpretativas. Asolada, la escritura, en su propia soledad y definición: los rasgos de un ciego que se traducen en erráticos giros, distorsiones de la figuración, insignificancia del mensaje; esta es la escritura del genio escapado de su inveterado dominio de lo obscuro y asentado en lo pávido del papel que es la pared circunstancial, crisol que separa el trigo de la cizaña.
Hay vacío. Existe este parapeto de colores que se confunde en lo infinito de los matices y que llamo "entorno". Una reducción del lenguaje en su talante comunicativo al silencio. Una brevedad de lo insólito, un abajamiento de lo trágico a la armonía, a la escritura simple de lo incógnito. Esa es la función del profeta en el banquete de las mesas puestas con mantel de hilo y cubiertos de plata, en el que se bebió lo insólito en vasos perdurables: añadir la fulgurante impiedad del que desestimó la creencia.
Una mejilla que se hunde por el empuje del dedo y se revienta en su propio azogue que lo refleja y lo edulcora, como visión última y perecedera, de lo esquivo que contiene la mitad del rostro. Así fue Daniel. Profeta interrogador de una escritura que se proveyó del miedo de Persépolis para parapetar una interpretación hueca, olorosa a santidad en la ignorancia del gentil pero que tú y yo sabemos inteligible.
Muda el rostro de quien recibe una escritura en la pared, un aviso de lo improbable, porque después de toda grafía solo sobrevive el intento de perdurar en tiempo propicio. Y los pensamientos de los que auscultan lo sórdido es probable que decaigan hasta la gradación [de] cero, si se empeñan en contradecir lo que es evidente. Daniel, durmiendo, sabe más que todos los reinos, porque conoce el dedo. Mas, el que escribe, duda. Y su dedo, cargado de la tinta infinitesimal, se cuadricula y se expande en el orificio que deja la razón vergonzante de lo cierto.
La lectura insigne de la letra irredimible, esa del abecedario vergonzante que patina en el espéculo que examina, resalta la inocencia de una pared en blanco. Inscrita, proscrita, la palabra en su infinitesimal hechura revive lo indecible como oráculo y es aquí donde interviene la paciencia que descifra lo hermético del mensaje: el preciso momento de la escritura es un pasado que se engarrota en el músculo mismo que la propicia.
Así, Daniel entronca su vocación de descifrador de scriptums in solace con la desidia de una pared de blanco. Es llamado en sueños para re-escribir en caligrafía ignota, un decir que trasciende todo significado. Malaventurados los pobres escribas que se apegan a la Ley y son celosos funcionarios de lo proclamado.
lunes, 9 de agosto de 2010
…lecturas…
Hay algunas tosquedades que el tiempo se ocupa en alisar. El tiempo histórico, el tiempo social. Las tosquedades mismas de la existencia, la impaciencia, el entusiasmo ramplón. Hay autores que nos descubren una parte de uno mismo tanto tiempo escurrida, diluida en la sombra; hay obras, pinturas, dibujos que nos devuelven a lo esencial, a lo primigenio. En alguna página de la obra de Levinas, éste enuncia, se pregunta, sobre una idea sobrecogedora: cuáles son las opciones de la soledad y el lugar de la palabra en la economía general del ser. Tiempo, soledad y palabra como la tríada que perfora y sostiene la existencia misma.
El tiempo y el no tiempo, la eternidad. Aristóteles, santo Tomás y Heidegger en apasionado juego de ajedrez sin piezas, moviendo la (in)existencia para otorgarle un carácter, una entidad en el movimiento mismo; y, como en la sombra, tiñendo de un azul muy pálido ese movimiento brusco a veces, apacible otros, el no tiempo, el ser-en-sí-mismo, la eternidad gratuita. Levitas y santo Tomás, Aristóteles y Heidegger, las obras de la clara agua que discurre desde ahora hasta siempre, que aquietan. ¡Cuánto pasaje de Tomás para consolarse ante la pregunta sola, muda! Aristóteles para calmar la sed de orden y conocimiento. Heidegger, metáfora. Levitas, el dolor de pensar en Dios.
La dialéctica entre el existente, recipiente del tiempo, y el existir, el no tiempo, lecturas marxistas. No uso apurado del concepto dialéctica, sino el contrapunteo en el terreno de la realidad, en lo social, de lo determinado por la filtración en la historia, por la "evanescencia (…) [de] la forma esencial del comienzo". Marx releído desde sus circunstancias originales: sus manuscritos, el manifiesto, los análisis del capital, la economía política y la miseria de la filosofía entreverados con lo cotidiano en esta tierra de extrañeza, sin complicidad con la historia, con el pasado narrado y asumido de los pueblos. Pernoctāre
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Es la soledad del existir lo que vivifica, la que hace al existente entrar en una relación de plenitud con lo que lo rodea, lo animado y lo inanimado, más allá (y más acá) de los sistemas y de los proyectos. No es la soledad existencialista ni romántica, como apunta Levinas, mas aquella "que constituye el elemento absolutamente intransitivo", porque los "seres pueden intercambiarse todo menos su existir". En la existencia histórica, el ser intercambia lo que produce, y ese intercambio efectuado en las condiciones dictadas por el capital hay una apropiación indebida, una injusticia radical entre lo que se produce y cómo se le apropia. Ese intercambio posible está marcado por el desequilibrio, porque lo que es valor en sí mismo, la capacidad de trabajo, de producir, de crear, no puede ser intercambiado, filtración que es de la existencia misma. De ahí la enajenación, el estar apartado de la cualidad esencial de ser y, por lo tanto, de existir. Hay una metafísica en el pensamiento marxista: la historia queda herida de muerte cuando es trascendida por la libertad plena y verdadera del ser humano que ya no necesita de intercambiar su mercancía, su fuerza de trabajo, para vivir.
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No sólo al principio, sino siempre fue la palabra. (san) Juan escondió en la escritura la existencia hipostasiada, eterna, de la palabra. La palabra que nos define, primero como llanto y después como figura lógica, comprehensiva de la experiencia de existir. La palabra dicha a tiempo y a destiempo, desenterrada y vuelta a la velación. La palabra que se oculta para eclosionar, destellar, en la poesía. El hablar poético, la palabra que crea existencias y sostiene existentes. La palabra que consuela y regaña. La palabra dicha y olvidada, que se recupera de repente tras una insinuación, un olor, una lectura.
Este trípode sobre el cual se asienta la existencia evidencia la invariabilidad de ciertas experiencias, me atrevería a escribir de ciertas patrias –lugares de privilegio, en el que la hipóstasis del tiempo deja sin opciones ni lugar a la soledad y a la palabra; lugares a los que no se va, ni de dónde se viene, porque perviven en el no tiempo, inmensurable, inasibles, lugares sólo para el existir.
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En los anaqueles de falsa madera , contra la pared de mi estudio, reposan tres volúmenes de sospechosa factura intelectual: el primero, una selección de lecturas de Materialismo Histórico, sin sello editorial preciso, salvo un nota en la página final que indica que fue impreso por la Impresora Universitaria "André Voisin", en el año del veinte aniversario del Granma, 1976, en el ejemplar aparece un nombre manuscrito, Dr. Antonio Comas y un ex libris de la Biblioteca de la Escuela de Historia en la que se puede leer una fecha: doce de junio de 1976; se puede , también, leer en él, en la nota introductoria, que "Esta selección de textos para el estudio del Materialismo Histórico sólo persigue el objetivo de brindar un conjunto de materiales accesorios para los alumnos"; el segundo un diccionario de Comunismo Científico, redactado por el académico A. Rumiántsev, encuadernado en pasta, con páginas diseñadas a dos columnas como las ediciones antiguas de la Biblia y con caracteres eslavos en la página de identificación editorial; el tercero, otro diccionario, esta vez de filosofía, con un diseño de portada a rayas verdes sobre fondo amarillo y manido por el abuso indiscriminado de sus páginas.
Tres libros que sostienen un pasado determinado, sobre los cuales descansan, sin placidez, recuerdos y memorias, angustias y felicidades. Esos libros han trascendido ya su contenido mismo para convertirse en cifras de lo ido, de lo irrecuperable. Son libros que no se leen, se contemplan, se manosean, como intentado restituir una existencia ya agotada en el tiempo: ahora son vehículos para el no tiempo, manuales de palabras mudas, sin sentido, soledad ellos mismos.
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El crimen perfecto, me dijo un amigo que citó a Braudillard, es el asesinato de la realidad. Matar al existente, a lo que existe en connivencia con lo que lo anima, impulsa: rephrasing Braudillard. El fantasma es el asesino, el fantasma que corre y recorre, que aletea y vomita fuego, el que nació desparramando sangre y barro. Escribámoslo sin rodeos seductores: el capitalismo temprano y tardío, las estructuras de la producción y el reparto de lo producido, injustas. Matando a la realidad, enajenando la existencia, se allana el camino del infierno. Sociedad de culto a la apariencia, a lo no real, de consumo de bienes sin realidad, de pensamiento sin inteligencia, de desniveles existenciales. ¿Cómo pensar, escribir, movilizar en un tiempo sin palabra verdadera, sin soledad? ¿Cómo ser un intelectual en una sociedad oficiosa, desprovista de consistencia, llena de bacilos edulcorantes, de productos sustitutos? ¿Cómo llorar en una sociedad que fabrica felicidades en serie? ¿Cómo hablar? ¿Cómo estar solos? ¿Cómo ser?
Una digresión pertinente: Edward Said escribió una brevísima pero intensa biografía intelectual de Theodore W. Adorno. Citémoslo con energía y generosidad. Para Said, Adorno es "un exiliado metafísico antes de instalarse en los Estados Unidos: ya se mostraba muy crítico con lo que se consideraba el gusto burgués en Europa; por ejemplo, en música sus modelos están representados por las extraordinariamente difíciles obras de Schoenberg, obras cuyo destino han sido el de permanecer honorablemente desconocidas, imposibles de escuchar. Paradójico, irónico, crítico implacable; Adorno fue el intelectual quintaesenciado, que rechazaba todos los sistemas, los que nos favorecían a nosotros y los que le favorecían a ellos, con idéntica aversión". Más adelante repasa lo que llama la "gran obra maestra de Adorno, Mínima Moralia, (…) que no es ni una autobiografía ordenada ni una reflexión temática, ni siquiera una exposición sistemática de la visión del mundo de su autor…". En Adorno, Said hace una catarsis, desnuda y verifica en la conducta del filósofo alemán lo que, en su opinión, debe ser un intelectual: un persona "cuyos pronunciamientos públicos no pueden ser ni anunciados de antemano ni reducidos a simple consignas, tomas de postura partidistas ortodoxas o dogmas fijos (…) Nada desfigura la actuación pública de un intelectual tanto como el silencio oportunista y cauteloso, las fanfarronadas patrióticas, y el repudio retrospectivo y autodramatizador". Son esas consideraciones, según Said, las que hacen de Adorno un ser "fragmentario, abrupto, discontinuo". Así como el ser que existe en una sociedad que repudia y que lo repudia, Adorno personificó, trascendiendo su propia biografía, el ser agobiado, anonadado, que deambula con sentido y pertinencia, existiendo en soledad, enhebrando palabras, zurciendo, tejiendo textos que se parecen al tiempo de Levinas, "algo que viene de sí mismo".
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Una ficción (periodística): Un despacho de prensa de prensa reportado por un tal Guy Koswill en Roisy, Francia, da cuenta de un hombre que ha estado once años esperando un documento de identidad que le permitiera viajar al Reino Unido a buscar a su madre. Según Karim Nasser Miran la suya "es una larga historia" que comenzó en 1974 cuando partió de Irán a buscar a su madre de posible nacionalidad escocesa. Le retiraron la ciudadanía iraní y se acomodó en un aeropuerto parisino a esperar por el documento de identidad que lo reconociera como súbdito de la corona inglesa. El despacho asegura que "A su lado, en carro que lleva siempre con él, varias cajas de cartón guardan sus memorias" y, siempre según AFP declaró que "Toda mi ropa está en esos bolsos de deporte, además de un despertador que siempre suena a las siete". Identidad y tiempo en un hombre que no apura la verdad a extremos de publicidad, que sencillamente quiere reponer algo que ha estado perdido, oculto más bien, con una paciencia que sólo reconoce una hora, un tiempo cronológico que lo salva del anonimato. Esta ficción verifica en la cotidianeidad todo este entramado, a veces tenso, que es el discurso, la palabra sobre la esencial soledad del hombre, la extranjería del ser humano, su extrañeza, su puntual cuestionamiento que agoniza en el (des)concierto de la multitud que, como cantara Federico García Lorca en "Poeta en Nueva York", vomita y orina, agoniza "porque tan sólo el diminuto banquete de la araña / basta para romper el equilibrio de todo el cielo".
iLevinas, Emmanuel. "El tiempo y el otro". Ediciones Paidos Ibérica, Barcelona, 1993 p. 77, p. 83
ii Op. cit., p. 90
iii idem, p. 80
iv idem pp. 80-81
v "Selección de lecturas de Materialismo Histórico", s/e, s/l, 1976 p. 1
vi "Comunismo Científico, Diccionario", Ed. Progreso. Moscú, 1981
vii Said, Edward. "Representaciones del intelectual". Ediciones Paidos Ibérica. Barcelona, 1996. pp. 65-69
viii Op. cit., p.66
ix idem, p. 66
x idem, p. 14
xi idem, p. 67
xii Levinas, Emmanuel. "El tiempo y el otro". Ediciones Paidos Ibérica, Barcelona, 1993 p. 90
xiii Garcia Lorca, Federico. "Poeta en Nueva York". Ed. Seix Barral, Barcelona, 1987 p.90
jueves, 5 de agosto de 2010
Jet lag al llegar a Miami después de un viaje dentro del mismo huso horario de la ciudad; jet lag que se evidencia en cansancio físico, desorientación mental, y que agudiza la falta de sentido de pertenencia, y que se extiende algo más de una semana. Me exijo volver a la rutina –acostarme temprano, regar las plantas, llamar los amigos, salir al parque, a la playa, revisar el librero, releer ciertos pasajes de ciertos autores, alguna poesía auroral, alguna prosa gastada por el uso. La música, los recuerdos, las manos de E, las travesuras de los niños, la visita al padre y a la madre, coartadas para estar y sentir algún gusto, una rasera felicidad.
miércoles, 4 de agosto de 2010
Ayer tarde en la playa, el agua tibia. Sentado, mas bien acostado, casi en la orilla, con mi hija, arrullándola, como si no fuera lo alta que es, como si fuera aún pequeñita; y ella no quería que cambiara de posición, ni que dejara de arrullarla; le pregunté y ella –I love it. Pensé que estaba viviendo uno de esos momentos que ambos recordaríamos siempre e identificaríamos con la precaria felicidad. Desde ya, sentí nostalgia. ¿Cómo es que ella, tan joven, apenas diez años, siente nostalgia de su infancia, del tiempo en que la cargaba y le cantaba bajito cualquier melodía para que durmiera? ¿Qué esto que nos puede aniquilar y, a la vez, nos fortalece, nos llena, aunque sea mínimamente, de alegría? Pienso en ella pensando, usando otras palabras para evocar este momento, en otro idioma; pienso en ella usando la palabra homesick, para enhebrar el pensamiento, el recuerdo de este momento.
Kafka, Diarios (1920)
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