jueves, 19 de septiembre de 2019

Partida de Monseñor

¿Qué sabemos de la muerte? Apenas nada, poco —lo que sabemoses lo que nos dicen otros con su muerte, con su anonadamiento, idea que Emmanuel Levinas expresa en su seminario del viernes 7 de noviembre de 1975[1], e idea, también, que san Pablo escribe en su carta a la comunidad de Filipos[2]. Anonadarse, o reducirse a la nada. La idea de anonadamiento, en Levinas, está asociada a la desaparición de todo movimiento y de toda expresividad, como si en la muerte el cuerpo, ya sin alma, no fuera más que despojo abandonado por lo que algún día le perteneció, del mismo modo que él, cuerpo ahora ex-ánime, abandona a los suyos, a los que le pertenecieron, en el hábito del trato, en las complicidades, en la separación… fin de un ser[3]y, también, fin de un tiempo; la muerte, con su plazo inevitable[4], devora no sólo el cuerpo físico que portamos, sino el cuerpo histórico que somos, y, a los sobrevivientes, nos va dejando cada vez más solos, con menos razones para sobrevivir. En san Pablo, anonadamiento es reducción —de la condición divina a la nada humana, de la vida en abundancia a la nada estéril; anonadamiento hasta una muerte de cruz[5], concebida para los crímenes más abyectos, muerte ofrecida como rescate de algo perdido, recuperación del cadáver del hombre pecador para transformarlo, por la gracia de la sangre derramada del Cordero , en cuerpo glorioso. En Levinas, el anonadamiento es descomposición, agotamiento, desaparición, inmovilidad; en san Pablo, comienzo, curación, presencia, vida, porque en Él que vivimos, nos movemos y existimos[6].

La muerte del otro no es ajena, cada muerte de otro es cosa propia, quizás más propia que la de uno mismo, porque la nuestra, o nos anonada o nos lleva a la gloria, no lo sabremos hasta que la duda se agote, vela que se consume; y mientras, nos queda la fe, que es un avatar de la duda, nada metódica, tampoco desesperada. No la fe fatigada de los aplausos y los cánticos, y las palabras huecas de "bendiciones" y "aleluyas", sino la fe serena que duda y se repone, la fe cuya fortaleza está en el dictum, en las cosas dichas, según recoge la tradición escrita, por un judío marginal[7]. Entre lo dicho y lo escrito pueden verse interpolaciones interesadas pero, no por ello, menos creíbles. 

Sabemos poco de la vida de quien llegara a ser Monseñor Jaime —algunos creen saber más, porque lo vieron aquí, coincidieron allá con él, o "por las noticias", por las habladurías en los corros parroquiales, pero , en verdad, sabemos poco de la vida de Monseñor Jaime, como poco sabemos de la vida de cualquier otra persona, porque ni siquiera lo que dicen revela todo lo que encierra toda conducta humana. Sabemos que murió, que ya no está, que se apartó a tiempo para morir, como siempre se muere, solo (acto individual, la muerte), aunque estuviera acompañado por los agradecidos, por el agradecimiento y, ahora, por el recuerdo, el homenaje. Los hay que lo recuerdan remordidos, desvencijados, por su propia ingratitud. Sabemos que se consagró a predicar la vida, a vivir la vida, no como la vive el mundo, sino como él la creyó; y que, hombre sabio, se equivocó, el equívoco consustancial a esta "naturaleza" humana —"no hago el bien que quiero…"[8]Sabemos que sufrió los equívocos que toda Revolución cuando es verdadera[9] genera en su afán de liberación y de emancipación—complejo, y doloroso, proceso de rupturas sin apenas continuidades, de estas, una de las pocas, la Iglesia a la que Monseñor sirvió, signo del ayer, que, a fuerza de presencia y gestos sólidos, se convirtió en interlocutora de un gobierno y un Estado en el que el laicismo, más de talante liberal que comunista, y el ateísmo, más mimético que científico, eran santo y seña; y desde el antes estáen el ahora de un país cuya Revolución es hoy una cuestión de gobierno, un asunto de Estado, más que un proceso totalizador de lo social[10]. Sufrió también los equívocos de los que se apartaron, no sólo del país, sino de la realidad y de la verdad; sufrió el encono de "los conjurados" que viven de los réditos que dejan la especulación y el oscurantismo, y han acumulado tal capital político que hasta las propias autoridades eclesiásticas locales cuidan de expresarse inequívocamente sobre Monseñor[11]. Sabemos que intercedió, pastor de vocación, por aquellos cuyas voces eran inaudibles. 

En el recuerdo de su amistad se mezclan esos tres afectos primitivos que describió Spinoza[12]—el deseo, la alegría o la tristeza . El deseo de aquella otra vida, ya acabada, sin retorno, en la que las cosas fluían y se ordenaban de manera natural, y de su trato, tan cordial y distinguido; la alegría de haber estado a su lado; la tristeza de la infidelidad. Recuerdo, de nuestras conversaciones, su insistencia "en pactar con la realidad" como condición para ser efectivos en nuestro hacer. Su pasión por la rectitud y lo pulcro lo distinguió entre tanta ordinariez, a la vez que lo convirtió en "blanco" de la "masa" políticamente inerte e intelectualmente baldía. A pesar de todo su conocimiento humano, no lo confundió la soberbia ni se conformó con predicar, o actuar, ad captum vulgi—predicó y actuó según entendió su misión.

Hay partidas que dejan luz, iluminado el espacio de tiempo que la persona, ahora anonadada, ex-ánime, ocupara; otras delimitan el tiempo, su tiempo—con la partida de esa persona se acaba un tiempo, una manera de pensar y de comportarse. La partida de Monseñor es de esas que dejan luz, iluminando el espacio de tiempo que ahora es memoria, y marcan, de-limitan, el final de un tiempo. Y nos hacen sentirnos, y estar, más solos, asolados, como si el sentido de pertenencia al acontecimiento que encarnaron se diluyera, deteriorara. Sólo en la memoria que se escribe, en la memoria dúctil a la escritura, podemos esperar, pacientemente, nuestro propio anonadamiento.  


[1]Emmanuel Levinas Dios, la muerte y el tiempo. Ediciones Cátedra, Madrid, 1994.
[2]San Pablo, Carta a los Filipenses, Capítulo 2, versículo 7
[3]Levinas, op. cit.
[4]Levinas, op. cit.
[5]San Pablo, ibid.
[6]Hechos de los Apóstoles, Capítulo 17, versículo 25.
[7]Véase John P. Meier, A Marginal Jew, Doubleday, 1991.
[8]Carta a los romanos, Capítulo 7, versículo 19.
[9]Cfr. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f020161e.html
[10]Ver esteartículo en Granma.
[11]Ver la declaraciónoficial del Arzobispo de Miami. Es fácilmente advertible su lenguaje aséptico y descomprometido .
[12]Véasela Ética de Spinoza

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