Samuel Beckett (re)escribía pasajes enteros de la Biblia como ejercicio literario y, quizás, quién sabe, espiritual —recuerdo haber leído en su biografía, Damned to Fame, de James Knowlson
Durante el mes de mayo de este dos mil dieciséis, re-escribí entradas del diario de José Martí De Cabo Haitiano a Dos Ríos para Patrias. Actos y Letras. Escritura como lectura, sentía la escritura de Martí —pude ver los lugares, las plantas, las comidas, los hombres y las mujeres, los juicios y los ajusticiamientos, los ríos, los campamentos abandonados, los bohíos, el cielo, las estrellas, y pude ver a Martí, sentado en la hamaca, escribiendo sus notas, aquella nota de mayo y trece, en la que apunta: “Aquí fue, cuando esto era monte, el campamento de Los Ríos, donde O'Kelly se dio primero con los insurrectos, antes de ir a Céspedes.” ¿O’Kelly? No recordaba este nombre de mis lecturas anteriores. Entonces me puse a buscar a O’Kelly, y allí estaba, como casi todo ahora, online, y su The Mambi-land, Adventures of a Herald Correspondent in Cuba publicado en Filadelfia en 1874. Martí lector y Martí líder político —en José Martí, el dirigente que se educa que quiere saberlo todo acerca de la causa a la que le va a dedicar su vida, porque el ejercicio político no es una carrera, sino una misión
Buscas una copia, porque quieres leerla, quieres saber que pudo ver el gringo, que no era tal, sino irlandés, parece que curtido en estas gestiones de la guerra. Miembro de la Legión Extranjera, fue a México, y de allí salió como bala por tronera ante la posibilidad de seguir la suerte de Maximiliano; miembro, también, de la Cámara de los Comunes del parlamento británico… Un pedigrí no muy alentador, me dije. En Cuba estuvo como corresponsal del New York Herald y escribió un extenso reportaje que después fue el libro que arriba cito
Al fin la copia –en Amazon, para comprar, o en Google Books para descargar, o en Florida International University (FIU), en Miami, para consultar. Y me decido por consultar en la biblioteca del campus principal de la universidad floridana el libro original, guardado con el cuidado que se le otorga a un enfermo terminal o, al menos, muy delicado, en una sala especial. Hacia allí, FIU, voy, hacia allí me encamino, y llego al edificio de la biblioteca y pregunto a la recepcionista y me señala los elevadores y me dice, muy coqueta, fourth floor, Special Collection Room. Salgo del elevador y entro por puerta estrecha, como corresponde a todo lo especial, al special collection room y no veo a nadie. A los poco minutos, una voz amable, a mis espaldas, May I help you?, la formulita de la amabilidad americana que echo de menos cada vez que dejo territorio nacional. Indago, pido, le doy la ficha bibliográfica, asiente ella, se retira, entra en una sala rectangular de la que solo alcanzo a ver unos cuantos anaqueles y un papel marcado en rojo y pegado con scotch tape en la puerta de entrada, que te previene entrar, y piensas —cómo no pensar— en las puertas del infierno, en Dante, que te prometiste como lectura este verano para paliar este calor con el otro, al menos con el consuelo de las bellas letras… Espero, retraído, y viene ella, toda sonrisa, librito con tapa de pasta, rojo viejo, en las manos que después se van a maquillar, se van a poner makeup, tratando de disimular, de encubrir, las huellas del deterioro o de lo verdadero… Me siento y hojeo y tomo fotos de las páginas viejas, y leo
[Aquí sentado, ahora, en la sala de Special Collection en FIU, escucho una voz educada decirle a la de la voz amable y dice que alguien de Cuba está de visita y que es un alto funcionario de la Biblioteca Nacional de allá y me doy cuenta de que trama una encerrona al Dr. Eduardo Torres-Cueva, el alto funcionario, parece que de visita en la ciudad… Quiere reunir a todos los bibliotecarios que atienden, así dijo la voz educada, libros, documentación, misceláneas, escritos sobre Cuba, para demostrarle a él, a Torres-Cueva, que lo que ellos —ya sabemos quiénes son ellos— no han sabido hacer en más cincuenta años, nosotros lo hemos hecho… Dice incluso que está encabronado, eso dice]
La lectura y la escritura de las páginas del último diario de José Martí me regalaron este momento —este de estar en la sala de la biblioteca de esta universidad floridana—, además de la lectura, sesgada, del librito de O’Kelly, durante varias mañanas, en este verano del dieciséis; y pude no menos que pensar, que no recordar, sino pensar, en otras dos bibliotecas y otras tantas mañanas de verano, montones de años atrás, cuando no se hablaba —o no se escuchaba— de cambios climáticos, calentamiento global, desastres ecológicos, economías emergentes y todos esos discursos irregulares que encubren la verdad que se mostraba, en toda su crudeza, en el conflicto abierto y frío, entre capitalismo y comunismo… que la asimetría no está solo en los conflictos bélicos, sino también en la beligerancia ideológica
Dos bibliotecas situadas en dos extremos: primer extremo demarcado por las once cuadras por las que se extiende la calle Reina y que comienzan en la calle Amistad, donde se levanta el Palacio de Aldama y terminan en la calzada de Padre Varela, más conocida por Belascoaín; segundo extremo, del ahora Instituto de Historia de Cuba, en la calle Amistad, a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús y San Ignacio de Loyola o Iglesia de Reina, como parroquianos y vecinos la conocen, casi esquina a Belascoaín. Una biblioteca a cada extremo de la geografía de esta calle de la ciudad, Reina, o Avenida Simón Bolívar, como nadie la llama. Una biblioteca a cada extremo ideológico del país de entonces, del que este de ahora, si no nos apresuramos, se nos transmuta en caricatura, como nos pasó con la República —después de la guerras de independencia tan dolorosas, tan costosas, tan patricias, la chatura, la vulgaridad, el mimetismo de cierto costado de la República, porque está la República de Eliseo Diego, y esa es otra cosa, y está la República de Orígenes, y la de Mella, y la de Guiteras y el ABC, y la de Mañach, y la de Fidelio, y la de las retretas dominicales, y la de la juventud del Centenario
Bueno, esas dos bibliotecas situadas entre dos extremos, son parte del patrimonio sentimental de mi pasado, en el que ahora pienso, no recuerdo, porque uno recuerda lo muerto y piensa lo vivo —recuerdo a mis amores y pienso en el amor, ethos y pathos. Pienso en las mañanas en la Biblioteca de Reina, la iglesia, y en las mañanas en la Biblioteca del Instituto de Historia… Ahí, con todo el candor posible y la inocencia probable, fui feliz, en las salas de esas bibliotecas, porque, ahora caigo en la cuenta, eran cifras del destino que no fue
En la biblioteca de Reina, en un cuarto piso, con vista a los distintos niveles de techo de la propia edificación de la iglesia y otras vecinas, vastas azoteas, pequeños tejados, ventanales semiabiertos, una sala larga y estrecha con anaqueles pegados a las paredes y mesa rectangular al centro, máquinas de escribir (¡oh! tesoro de aquellos tiempos), lápices, bolígrafos, papeles, olores que iban de lo viejo a lo foráneo, todo tan distinto de allá afuera… Clasificar fue lo que me pidió el p. Felicísimo, por entonces a cargo del lugar, clasificar los libros y las revistas, escribir, a máquina, en unas pequeñas tarjetas las generales del libro o la revista, como en las bibliotecas normales, y después esas tarjetas se ponían en unas gavetas que parecían bóvedas diminutas, en la bibliotecas normales y en la de Reina, también. Mañanas enteras con la luz del verano semientrando por las semiabiertas ventanas de la biblioteca del cuarto piso. Autores, lugares, títulos, palabras…silencio… y yo, con los libros en la mesa leyendo escribiendo los títulos, los autores , los lugares de publicación y, a veces, animado por el p. Felicísimo, algo de lo que se podía leer en la contraportada como resumen del contenido del libro. ¡Cuánto pesaron esas mañanas en mis años de formación! (¿Cuándo comenzó la deformación?) Paseaba por Roma, Madrid y Barcelona, Tubinga, Viena y Berlín, Lovaina, París y Boloña, para mí , los grandes lugares del catolicismo europeo, imaginaba mil posibles historias, adoptaba tantos nombres que el mío propio me pareció improbable para el gran evento de la autoría… Mañanas en las que las turbulencias de la adolescencia, amainaban, y el deseo del conocimiento se fundamentaba
En la biblioteca del Instituto de Historia, un verano, un mes del verano de mil novecientos ochenta y cinco, el mes de producción que cada año debían servir los estudiantes universitarios con el doble propósito de ser útiles y entrenarse en campos afines a sus especialidades. El Instituto de Historia era una dependencia del Consejo de Estado. Al concluir mi primer año de estudios en la Facultad de Filosofía e Historia, me asignaron a trabajar allí para mi sorpresa y regocijo: un católico en una dependencia del gobierno, el enemigo adentro. [Vale aclarar que la administración de la Facultad no sabía lo de mi filiación religiosa, porque al momento de mi matrícula quise poner el parche antes de que saliera el roto y le dije al estudiante que procesaba mi solicitud de admisión, que resultó ser Iván de la Nuez, sobre mis creencias religiosas, a lo que él respondió, con una inusual como desacostumbrada tolerancia, que eso no era relevante, creo recordar que me dijo que él no me había preguntado, gesto por el cual siempre le estaré agradecido —cómo los gestos, las palabras, cambian el curso de los acontecimientos en una vida]. Bueno, allí estaba yo, al extremo de la calle Reina, al otro extremo ideológico de la biblioteca de Reina, entre legajos y documentos y libros, caminando por pasillos limpios, amplios, austeramente cuidados. Me asignaron recopilar toda la información aparecida en la prensa cubana de la época sobre el incendio del Reichstag en 1933. Algunas colecciones periódicas no estaban en el Instituto de Historia, sino en el Instituto de Literatura y Lingüística, en Carlos III. Por primera vez, sentí que tenía una vida normal, que el ojo chismoso, el dedo acusador, no estaban por allí, persiguiéndome, anunciando mi deserción de la utopía
Esas mañanas de verano en esas bibliotecas que guardaban más simetrías que oposiciones todavía guardan su callado entusiasmo en mi memoria; las horas de soledad tan acompañadas en esas bibliotecas todavía hoy me resguardan de lo excesivo, de la aglomeración. La geografía de esas mañanas me salvan, una geografía emocional acompañada de una coreografía en la que ejecuto la caminata de un punto a otro —de casa a Reina, de casa al Instituto de Historia, de casa al Instituto de Literatura, de casa a Reina al Instituto de Historia, de casa al Instituto de Historia al Instituto de Literatura, siempre de vuelta a casa
De la escritura de las páginas del diario de Martí, de la lectura de su entrada en mayo trece de mil ochocientos noventa y cinco, del nombre citado por Martí, O’Kelly, del libro de tapas rojas en la biblioteca de FIU estas mañanas del verano de dos mil dieciséis, al pensamiento de otras dos bibliotecas en otra geografía, parte de otra historia, otros veranos, otras mañanas de verano, al trazado espacial de una geografía emocional, todo como zurcido con los hilos de estambre cobrizo de la abuela, encorvada por el peso de sí misma, de su propia historia
Hoy todo parece como amontonado y la tarea es separar la paja de lo intrascendente del trigo que queda hasta tanto podamos pensar. Sentado, otra vez, en una biblioteca más humilde, mirando la geografía que no se ve
No hay comentarios.:
Publicar un comentario