No exactamente cabalístico, pero de alguna
manera obsesionado con las coincidencias de fechas y lugares, tiempo y
espacio, así puedo describir esta notaria pasión de ordenar sucesos y hechos.
Capote murió a los cincuenta y nueve años y su amiga de la infancia, Nelle
Harper Lee, a los ochenta y nueve; Capote fue un trashumante y Lee una
sedentaria; Capote, prolífico, lenguaraz; Lee, parca, retraída; Capote se
muestra; Lee, se esconde. El viernes diecinueve de febrero de este año, Nelle
Harper Lee se muere en el mismo pueblo en el que nació, cincuenta y seis años
después de haber publicado un clásico de la literatura norteamericana, sobre
todo por su contenido social muy ajustado a los tiempos; la autora no tuvo el
destino académico que su obra aún recibe —lectura obligada en los currículos de
la educación secundaria. Lee eligió estar en su lugar, retirarse de la vida
pública sin la estridencia de Salinger, que convirtió en espectacular, su escapada.
Lo hizo, Lee, con normalidad, solo un “no” contundente a cualquier reclamo de
entrevista o conversatorio o presencia pública, quizás denotando el carácter
sureño, más apegado a la tradición y al recato que el carácter del neoyorkino,
más dado a la extravagancia y extrovertido. De cualquier manera, Lee y Salinger
son los grandes ausentes de la escena norteamericana de los sesenta, los
años de Warhol y Ginsberg con su insistencia en el histrionismo como forma de
arte, colores y gritos, los altos acordes del rock-and-roll y los gritos
de protestas contra la guerra de Vietnam. En ese contexto movido y de ruidos,
Lee y Salinger se aíslan, una, en el Sur, otro, en el Norte; la primera sin
dramatismo, el otro con todo el dramatismo del mundo. Entonces, el viernes diecinueve
de febrero de este año, Nelle Harper Lee se muere, no solo en el mismo pueblo
en el que nació, sino el mismo día que muere Umberto Eco, académico mediático,
‘un profesor serio que escribe novelas durante el fin de semana” como él
mismo se describió, un erudito de lo medieval y un vacilador de la cultura
popular. Los dos, Lee y Eco, escogen el mismo día para viajar ¿a la híper
realidad? Pudieran estar conversando sobre sus novelas. No creo que Lee esté
interesada en ese arcano que es la semiótica (Umberto siempre interesado en
revelar lo que debe permanecer oculto, con múltiples significados, veladas
lecturas, pasión para iniciados, pero él es Eco de sí mismo, sacerdote
revelador) pero sí en la novela, aunque quizás tampoco…, ella tan ensimismada y
él tan entusiasmado, el pudor y el desenfado. Pero, bueno, va y Lee le pregunta
por el detective William de Baskerville (Lee, dicen los biógrafos, leía con
Capote, de pequeños, muchas historias de detectives), y entonces, a lo mejor,
ese es el hyperlink entre los dos, el misterio, lo detectivesco. [Tengo
una duda: después que se atraviesa el espejo, ¿hay espacio para el misterio?]
La verdad sea dicha, en este caso escrita, he leído con mucho más placer a Eco
que a Lee… Que la verdad sea escrita completamente: no he leído a Lee, nunca, pages
here and there, mi conocimiento de la obra de Lee, de su única obra hasta
hace un año, pudiéramos decir la obra que consta de una sola obra y que ha
devenido en un clásico de las letras norteamericanas y que presumo Faulkner no
tuvo tiempo de leer, toda vez que él murió en mil novecientos sesenta y dos
pero asumo que él, Faulkner, hubiera sentido alguna curiosidad o, por lo menos,
empatía con su fellow Southern writer, y hubiera ojeado el libro y quizás, incluso se hubiera
entusiasmado y se lo hubiera leído completo. Bueno, pues, no he leído la obra
de Lee, nunca, pages here and there, y mi conocimiento de la obra de Lee es pasiva y
cinematográfica, (Gregory as Atticus), y sí he leído a Eco, mucho más
que a Lee, porque de Lee no he leído nada. Entonces, con solo un libro, unas
páginas, una página, que me haya leído de Eco, ya habré leído más a Eco que a
Lee. De Eco, en La Habana y con manos episcopales interpuestas: El nombre de
la rosa y, no recuerdo cómo, las Apostillas a esa novela
costumbrista, que ahora, treinta años después de la lectura inicial (e
iniciática) me parecen [las Apostillas], superiores, porque digámoslo,
con suma delicadeza, no hay que hacerse eco del Umberto novelista. Y, entonces,
cuanto estoy a punto de creer que ya estas cuartillas llegaban a su final, y
que les iba a dar el destino que merecen, el éter y el olvido, coge y se muere
Pat Conroy… No sé cuántas veces coloqué en los libreros de la biblioteca
pública de Shenandoah sus novelas —toda la clientela norteamericana del lugar
lo leía con verdadera devoción, y así llegué a él, y a su The Prince of
Tides y a la película que dirigiera y protagonizara Bárbara Streisand y
Nick Nolte en el ya lejano 1991, y que viera en un momento, en una fecha, en
que dejara de amar a alguien para comenzar amar de nuevo, en el que morían
afectos entrañables y estaban otros por nacer… Pero sobretodo, es la infancia
de Conroy, la memoria de su infancia, lo que me hizo, here and there,
comenzar a leer sus escritos, sus memorias, sus ensayos, sus notas, e ir
descubriéndome, e ir describiéndome, en mi [ilegible] paternidad [una nota:
otro filme que me impuso el mismo ritmo de pensamiento es The Music Never
Stopped]. Ahora leo My Reading Life, una lectura que complementa su
obra, porque la obra de un autor es casi siempre sus lecturas digeridas,
lecturas pasadas por la vida, el drama de las influencias que, mi admirado
Bloom, reduce a Shakespeare, provocándome, de esa manera, una ansiedad sin par,
a mí, tan mal lector del dramaturgo de marras. Entonces, mueren, como la biología
manda, estos autores y otros, mejor o peor leídos, pero cada uno de ellos se
han ido dejando en este lector lo que cada uno de ellos experimentó algún
domingo en la tarde, el abandono más brutal.
lunes, 16 de mayo de 2016
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