lunes, 16 de mayo de 2016

¡Ay! Los muertos


No exactamente cabalístico, pero de alguna manera obsesionado con las coincidencias de fechas y lugares, tiempo y espacio, así puedo describir esta notaria pasión de ordenar sucesos y hechos. Capote murió a los cincuenta y nueve años y su amiga de la infancia, Nelle Harper Lee, a los ochenta y nueve; Capote fue un trashumante y Lee una sedentaria; Capote, prolífico, lenguaraz; Lee, parca, retraída; Capote se muestra; Lee, se esconde. El viernes diecinueve de febrero de este año, Nelle Harper Lee se muere en el mismo pueblo en el que nació, cincuenta y seis años después de haber publicado un clásico de la literatura norteamericana, sobre todo por su contenido social muy ajustado a los tiempos; la autora no tuvo el destino académico que su obra aún recibe —lectura obligada en los currículos de la educación secundaria. Lee eligió estar en su lugar, retirarse de la vida pública sin la estridencia de Salinger, que convirtió en espectacular, su escapada. Lo hizo, Lee, con normalidad, solo un “no” contundente a cualquier reclamo de entrevista o conversatorio o presencia pública, quizás denotando el carácter sureño, más apegado a la tradición y al recato que el carácter del neoyorkino, más dado a la extravagancia y extrovertido. De cualquier manera, Lee y Salinger son los grandes ausentes de la escena norteamericana de los sesenta, los años de Warhol y Ginsberg con su insistencia en el histrionismo como forma de arte, colores y gritos, los altos acordes del rock-and-roll y los gritos de protestas contra la guerra de Vietnam. En ese contexto movido y de ruidos, Lee y Salinger se aíslan, una, en el Sur, otro, en el Norte; la primera sin dramatismo, el otro con todo el dramatismo del mundo. Entonces, el viernes diecinueve de febrero de este año, Nelle Harper Lee se muere, no solo en el mismo pueblo en el que nació, sino el mismo día que muere Umberto Eco, académico mediático, ‘un profesor serio que escribe novelas durante el fin de semana” como él mismo se describió, un erudito de lo medieval y un vacilador de la cultura popular. Los dos, Lee y Eco, escogen el mismo día para viajar ¿a la híper realidad? Pudieran estar conversando sobre sus novelas. No creo que Lee esté interesada en ese arcano que es la semiótica (Umberto siempre interesado en revelar lo que debe permanecer oculto, con múltiples significados, veladas lecturas, pasión para iniciados, pero él es Eco de sí mismo, sacerdote revelador) pero sí en la novela, aunque quizás tampoco…, ella tan ensimismada y él tan entusiasmado, el pudor y el desenfado. Pero, bueno, va y Lee le pregunta por el detective William de Baskerville (Lee, dicen los biógrafos, leía con Capote, de pequeños, muchas historias de detectives), y entonces, a lo mejor, ese es el hyperlink entre los dos, el misterio, lo detectivesco. [Tengo una duda: después que se atraviesa el espejo, ¿hay espacio para el misterio?] La verdad sea dicha, en este caso escrita, he leído con mucho más placer a Eco que a Lee… Que la verdad sea escrita completamente: no he leído a Lee, nunca, pages here and there, mi conocimiento de la obra de Lee, de su única obra hasta hace un año, pudiéramos decir la obra que consta de una sola obra y que ha devenido en un clásico de las letras norteamericanas y que presumo Faulkner no tuvo tiempo de leer, toda vez que él murió en mil novecientos sesenta y dos pero asumo que él, Faulkner, hubiera sentido alguna curiosidad o, por lo menos, empatía con su fellow Southern writer, y hubiera ojeado el libro y quizás, incluso se hubiera entusiasmado y se lo hubiera leído completo. Bueno, pues, no he leído la obra de Lee, nunca, pages here and there, y mi conocimiento de la obra de Lee es pasiva y cinematográfica, (Gregory as Atticus), y sí he leído a Eco, mucho más que a Lee, porque de Lee no he leído nada. Entonces, con solo un libro, unas páginas, una página, que me haya leído de Eco, ya habré leído más a Eco que a Lee. De Eco, en La Habana y con manos episcopales interpuestas: El nombre de la rosa y, no recuerdo cómo, las Apostillas a esa novela costumbrista, que ahora, treinta años después de la lectura inicial (e iniciática) me parecen [las Apostillas], superiores, porque digámoslo, con suma delicadeza, no hay que hacerse eco del Umberto novelista. Y, entonces, cuanto estoy a punto de creer que ya estas cuartillas llegaban a su final, y que les iba a dar el destino que merecen, el éter y el olvido, coge y se muere Pat Conroy… No sé cuántas veces coloqué en los libreros de la biblioteca pública de Shenandoah sus novelas —toda la clientela norteamericana del lugar lo leía con verdadera devoción, y así llegué a él, y a su The Prince of Tides y a la película que dirigiera y protagonizara Bárbara Streisand y Nick Nolte en el ya lejano 1991, y que viera en un momento, en una fecha, en que dejara de amar a alguien para comenzar amar de nuevo, en el que morían afectos entrañables y estaban otros por nacer… Pero sobretodo, es la infancia de Conroy, la memoria de su infancia, lo que me hizo, here and there, comenzar a leer sus escritos, sus memorias, sus ensayos, sus notas, e ir descubriéndome, e ir describiéndome, en mi [ilegible] paternidad [una nota: otro filme que me impuso el mismo ritmo de pensamiento es The Music Never Stopped]. Ahora leo My Reading Life, una lectura que complementa su obra, porque la obra de un autor es casi siempre sus lecturas digeridas, lecturas pasadas por la vida, el drama de las influencias que, mi admirado Bloom, reduce a Shakespeare, provocándome, de esa manera, una ansiedad sin par, a mí, tan mal lector del dramaturgo de marras. Entonces, mueren, como la biología manda, estos autores y otros, mejor o peor leídos, pero cada uno de ellos se han ido dejando en este lector lo que cada uno de ellos experimentó algún domingo en la tarde, el abandono más brutal.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Kafka, Diarios (1920)

Del cuaderno en que Franz Kafka registraba sus impresiones diarias, los apuntes tomados en 1920 que lograron sobrevivir a la voluntad de d...