¿Cómo se llama el espacio que separa la censura de la crítica?—pregunta, con aparente inocencia, el intelectual. El poder, se responde a sí mismo. Y el poder, para muchos intelectuales inocentes, lo ejercen siempre otros; en Cuba, desde hace mucho, con mayor o menor (des)afecto, mayor o menor encono, ellos, esta gente. Sobre todo, esa gente que no nos deja vivir en absoluta libertad y paz, como (creemos que) nos merecemos, porque siempre merecemos más, aunque demos menos, aunque no demos nada, aunque más bien restemos—y ese menos, ese nada y ese restemos, aclárese, ni siquiera, a estas alturas, en otros términos que no sean, estrictamente, los de producción intelectual pertinente. Siempre me ha parecido que no hay víctima, real o ficticia, más procaz que la que acusa de su victimismo al poder —como si existiera El Poder, así, en abstracto y no relaciones de poder en las que la censura es función, debida o indebidamente ejercida por una de las partes del propio enfrentamiento entre los sujetos de esas relaciones, o como si determinadas víctimas de la censura —en este caso, los intelectuales inocentes— no ejercieran, contra el poder, su propia forma de censura al (auto)erigirse, ellos, en custodios de la libertad. Los intelectuales, de nacimiento inocentes, censuran al poder, de nacimiento culpable, por querer este —el poder— también, ¿y por qué no?, ejercer su derecho a la libertad.
En el caso de Cuba, la censura se ha ejercido, desde el poder, como instrumento político de supervivencia, en primer lugar, y, en segundo, de unidad frente a un enemigo poderoso, implacable y decidido —la historia son los hechos, no nuestra interpretación de los hechos—, mientras que la crítica se ha ejercido como mecanismo de propaganda, y, extra-oficialmente, en el mejor de los casos, como ejercicio del criterio informado, regulador; en el peor, de amiguismo o su reverso (character destruction, pues es más fácil destruir la imagen de una persona que un lienzo, una película o un libro). En el mundillo intelectual de cualquier época o lugar del mundo puede observarse esa mala conducta de la crítica, sin que ello obste para que haya, en ella, espacio para algo más, intelectuales que ejercen como críticos, y que lo hacen con una actitud tan responsable como soberana, lo cual no significa tratar de situarse por encima de su tiempo ni de sus circunstancias, sino asumir los riesgos y consecuencias de su propia verdad frente a la verdad de su época, en ese tiempo y esas circunstancias, y la verdad, si lo es, no es neutral, ni aséptica, ni una serena fuente de retozo.
Por alguna razón que tiene que ver más con mi biografía que con la filosofía, el positivismo, como escuela filosófica, siempre me ha disgustado, pero sobre todo como vulgarización popular de esa escuela. Una cosa es Comte y otra bien distinta el buen hijo de vecino que se precia de ser un tipo objetivo y práctico que no cree en musarañas—con un poco más de lectura o de insolencia, ese mismo Comte de bolsillo podría un día espetarnos que no cree en entelequias (más, sobre este asunto, después). No obstante, en el caso de comentar la obra de un grupo de compatriotas a quienes apenas me unen ciertos nexos secundarios, como el pasaporte —el mío, si no jurídicamente, al menos moralmente disminuido: soy ciudadano cubano medio apátrida— y años de vida en la(s) isla(s), en la candela, a diferentes temperaturas y atizadas para quemar diferente leña, pero en la candela; solo que ellos se iniciaban en la vida cuando yo partía para esta otra, dañada—, algún grado de positivismo, de empiria, puede servirnos de herramienta útil, y ayudarnos a reparar en los hechos que, en el caso de la literatura, son las palabras, o su ausencia, y tratar de alejar ese fantasma tan humano que son los afectos desordenados. Haré uso de una de las características que Nicola Abbagnano atribuye al positivismo en su Diccionario de Filosofía: "El método de la ciencia es puramente descriptivo, en el sentido [de] que describe los hechos y muestra las relaciones constantes entre los hechos que se expresan mediante las leyes y permiten la previsión de los hechos mismos (Comte) o en el sentido [de] que muestra la génesis evolutiva de los hechos más complejos partiendo de los más simples (Spencer)." (Los subrayados son míos.)
Por compañero interpósito, supe de una plataforma digital desconocida para mí hasta ese entonces; Rialta, por más señas, y a través de la cual se divulga el ambicioso y múltiple quehacer de una editorial, un archivo digital y una revista en línea (Rialta Magazine). Según la tradición judía, los nombres son dados hasta la destrucción del templo, y aunque el templo ya fue destruido, los nombres siguen llevando en ellos esa incrustación de origen y destino, exégesis de la esencia de cada cosa. ¿Por qué Rialta? Rialto es el nombre de la zona más céntrica de uno de los seis sestieri (distritos tradicionales e históricos), el de San Polo, en que está dividida Venecia, y de una ciudad en California, y de corporaciones, teatros y restaurantes. Había, no sé si todavía exista, un cine en La Habana que se llamaba así, Rialto. Rialta, además de nombre común en A Coruña, Galicia, es también voz irlandesa que se puede traducir por “algo habitual, regular, que sucede con regularidad” e, incluso, tiene acepción y uso eclesiásticos, sujeto a regla religiosa. Existe, desde 1984, una revista inglesa independiente de poesía, que hace también las veces de editorial, que se llama The Rialto. Rialta, además, me comenta el mismo compañero interpósito—quien descubrió Rialta al azar, mientras indagaba por detalles históricos olvidados sobre el caso Padilla, a propósito de un artículo suyo, que escribía entonces, sobre la censura—es el nombre de la madre de José Cemí, protagonista de Paradiso. Tratándose de una publicación periódica, el adjetivo irlandés, que significa regular, parecería el candidato más idóneo —haya estado o no en la mente de los creadores de esta plataforma—, pero tratándose de una publicación periódica en, y tras, la cual se agrupan un número mayoritario de intelectuales cubanos, y de una filiación (¿posrevolucionaria?—para ir, digamos, suave), quieran ellos o no, estén interesados en confesarla o no, muy particular, la relación del nombre de la revista con el personaje de la novela de José Lezama Lima—figura tutelar, en Cuba, de varias cosas, entre ellas de un cierto revisionismo en virtud del cual ahora resulta que Lezama Lima no es (fue) más que otra víctima del poder, demasiado inocente, o demasiado débil—, apunta a la pista más probable de todas.
Después de los nombres, los hombres. Director y editores, siete nombres que no reconocí y por los que pregunté a ese curioso incansable, ese voyeur que ya somos cada uno y que todos usamos con distinta intensidad y confianza, y hasta con cierto embarazo. En las páginas de la revista pueden encontrarse breves biografías de casi todos, salvo del último de los editores que aparecen en la lista y que responde al nombre de Aldo Álvarez Santos. A excepción de uno que nació en 1973, los demás nacieron entre 1980 y 1988 —cuando la generación a la que pertenezco ya andaba por entre los 20 y 30 años, y se había equivocado lo suficiente, sobre todo políticamente, como para invalidar cualquier excusa de inocencia— y todos tienen textos publicados en Rialta con excepción de Aldo. Textos de un diapasón encomiable, incitante—de Gombrowicz a Cioran, de Borges a Sergio Pitol, de Mañach a Calvert Casey, de María Zambrano a Elizabeth Bishop, de Mirce Cărtărescu a Cormac McCarthy, por solo mencionar unos pocos entre más y menos conocidos, de autores de nuestra y de otras lenguas— y, al menos a primera vista, o en primera lectura, de cuidada hechura, lo que no es hoy, ¿lo habrá sido alguna vez?, la norma en la (b)logosfera insular. Es la información que puedo leer, en línea, hoy 17 de enero de 2019. Una plataforma digital no es un incunable en una biblioteca; así que la información que aquí doy ahora es perecedera y podría ya haber sufrido cambios. Rialta, plataforma digital de la revista, la editorial y el archivo digital ya mencionados, ha sido inteligentemente diseñada, con sobrio y elegante gusto y evidente funcionalidad —desde el fondo invariablemente blanco de cada una de sus páginas, entre las cuales se navega sin dificultad, no nos salta a los ojos ni al cuello nada chillón ni nada que se pueda descartar de entrada como gesto improvisado de amateurs ingenuos o irresponsables; nada vulgar, nada que recuerde el solar cubano en que tanto opinador cubano ha convertido los medios sociales (sucede que, por el mero hecho de opinar, las más de las veces inopinadamente, sobre lo que les venga en gana, muchos opinadores se consideran ya intelectuales, y hasta la indiferencia o repulsión, más que justificados y legítimos, en que se los tenga podría ser catalogadas, por ellos, de censura). Es obvio que detrás del esfuerzo y de sus resultados hay no solo intenciones, sino recursos más que suficientes: humanos, técnicos, financieros, intelectuales. Honor a quien honor merece. Los textos publicados en Rialta Magazine, originales o no, expresamente escritos para la publicación o no, así como los libros impresos o digitalizados por la editorial Rialta, se engarzan hábilmente, sin aparente tropiezo, y aparecen en distintas secciones de la publicación sin que por ello parezcan vicios de repetición o mero relleno —and so, let me repeat it, kudos for the overall design of Rialta. Dicho todo esto sin el menor asomo o sombra de sarcasmo. Lo que Rialta llama “diseño de cubiertas”—y que no me queda del todo claro dónde comienza y dónde termina: ¿se referirá ello exclusivamente al diseño de las cubiertas de los libros que publica Rialta?— está a cargo de Gerardo Islas. En un primer momento, como se dice, it rang a bell. Me pareció haber escuchado o leído ese nombre asociado a las artes visuales, no sabía, no sé, dónde. De vuelta al voyeur oficial de nuestro tiempo, de nuestra posmodernidad al parecer, por ahora, nada preocupada por pasar de su arrellanado pos- a algún precario pre-. El nombre de marras es también el de un político mexicano del Estado de Puebla que, a juzgar por lo que se puede leer, es un tanto colorido —noticias de matrimonio y divorcio con una tal Sherlyn González, por sus nombres los conoceréis, y posible aspirante a la gubernatura de ese estado mexicano, muchacho joven, nació en 1983, y al parecer muy dinámico. Most obviously, este no es el diseñador de Rialta. Hay otro Gerardo Islas cuyo segundo apellido es Bulnes, también diseñador pero de sonido, asociado a la industria cinematográfica, y sobre el cual se puede encontrar muy escasa información en IMDb. Este tampoco es el Gerardo de Rialta, a quien finalmente encuentro aquí.
Rialta es, reitero, sitio digital de muy buena factura y abundantes colaboraciones que, desde el título y el tema, y el approach que insinúan, llaman la atención, invitan a buscar, a leer, con la esperanza, entre otras cosas, de confirmar que no estamos ante otro Penúltimos días o ante otro Diario de Cuba, tan mal concebidos (paridos) como burdos e, inevitablemente, provincianos. Rialta parece otra cosa, una revista literaria en línea que no quiere ser sino eso, y que no anda malgastando sus dineros, mal habidos o no, en “reportar”—tal vez deberíamos empezar a decir “repostar” (o “abastecerse de provisiones o combustible”), por aquello de que algunos viven de eso, del cuento— las tan violadas, por ellos mismos, violaciones de los derechos humanos, demasiado humanos. Pero, al igual que la verdad, las palabras —esos hechos de la literatura—, no son neutrales. Por regla, cualquier reclamo de imparcialidad o neutralidad lo tomo por una declaración de principios doctrinales alineados con alguna religión, alguna ideología, alguna agenda, secreta o no. Me permito reproducir dos pasajes de la sección Sobre nosotros, en que Rialta se explica a sí misma. Mi selección es, por supuesto, interesada, parcial, pero está basada en (y cito) las propias palabras de los editores de la revista:
"Nucleados en el espacio virtual www.rialta-ed.com, nos interesa generar una red transnacional (posnacional, si cabe), un foro intelectual plural, un espacio de encuentro capaz de salvar las distancias físicas, políticas y coyunturales para indagar, reflexionar y discutir en torno a lo mejor del pensamiento y la producción cultural, facilitar el acceso a las fuentes de información y estimular la producción de nuevo conocimiento.
En Rialta no nos interesa vindicar filiaciones ni adorar entelequias nacionales; nos interesa, eso sí, la excelencia estética, el vigor del pensamiento y el rigor editorial. Vale aclarar que el proyecto no está vinculado ni representa ningún tipo de organización política o religiosa." (Los subrayados son míos.)
Lo de posnacional parecer ser un concepto muy caro a quienes hacen de la ausencia de obligaciones con nada que no sea el proyecto de su propia existencia, privada o pública, su carta de presentación, y de la libertad divorciada de toda necesidad (y, por tanto, de todo límite libremente asumido), su única filiación, convirtiéndola así, de hecho, a la libertad, en una entelequia, entelequia que adoran. Lo de posnacional, también, y más taimadamente, no es solo pretender haber llegado a otro paradigma, otro zeitgeist, otra civilización que hacen de lo nacional algo anacrónico, sino sobre todo descalificar, de entrada, por anacrónico y por indeseable, impertinente, hasta peligroso, todo lo que aún se reclame, e invoque, de una nación o proyecto de nación, de un modo de ser otro, una cultura otra, un temperamento y una sensibilidad y un imaginario propios, para reconocer, e identificarse con, los cuales no se precisa de chauvinismos criminales ni de patriotismos llorosos, sino reconocerse en —y sentirse, en lo incumplido, obligados con—aquellos que, en su momento y sus circunstancias, hicieron lo que (muchos de) nosotros habríamos también hecho porque todavía, en este momento y estas circunstancias, nos siguen exigiendo nuevas encarnaciones, nuevos cumplimientos. Por lo que, en Cuba, todavía, y quién sabe por cuánto tiempo, lo de "posnacional", quiéraselo o no, no puede resolverse sino en lo contrarrevolucionario. Lo de posrevolucionario es mero eufemismo por contrarrevolucionario. La Revolución apenas ha logrado lo que se proponía. En ese sentido, apenas ha empezado.
Preferiría que los de Rialta fueran eso que describen en Sobre nosotros, "una red transnacional capaz de salvar las distancias físicas, políticas y coyunturales", aunque, a decir verdad, tampoco es de mi sensibilidad política congraciarme con lo transnacional —¿algún problema con escribir internacional?—, ni creo que ciertas distancias políticas son o deban ser salvables, salvadas. Puedo ver, en los Estados Unidos, por ejemplo, a un republicano y a un demócrata salvando distancias, pues salvar distancias es para ellos una necesidad, no un lujo: al final comparten la devoción por el mismo sistema político, por el mismo sistema socioeconómico, por el mismo régimen de propiedad, con mayor o menor impiedad, por la misma cultura, por el mismo sistema de valores, el mismo imaginario, entre circense e ingenuo—todos los americanos tienen algo de ello: de lo hollywoodense, que parece ser a los norteamericanos lo que el choteo a los cubanos. Pero dada la historia política de Cuba en sus últimos sesenta años, no veo a un revolucionario salvando distancias con un contrarrevolucionario. Toda revolución verdadera es también dramática, agónica, trágica, porque al tratar de romper y superar un sistema de explotación y enajenación mucho más antiguo y más arraigado que la propia revolución —incluso en quienes, desde ella, aspiran a superarlo—, y, por tanto, más fuerte, más instintivo, por lo que se ve en la obligación constitutiva, estructural, de negarse a echar vinos nuevos en odres viejos, porque se pierden el vino y los odres. En cambio, no hay contrarrevolución que responda, nunca, a necesidades históricas verdaderas. Verdadero viene, no lo olvidemos, de verdad, por lo que la idea misma de lo genuino es inseparable de la verdad, porque la esencia política, teológica, de la verdad es revelar y encauzar, con y por todos los medios posibles, la más antigua y tenaz—y, por tanto, la más verdadera— de las aspiraciones, la de la emancipación humana, que para mí se alcanza desde la fe en el Cristo que es epifanía de Dios, su presencia-entre-nosotros, en la figura profética y desiderativa de la vuelta al jardín, en el que la única distinción entre Dios y su creatura fue el acto de obediencia de no quebrar el mandamiento del reconocimiento de la soberanía divina, de manera tal que la muerte, con su injusticia de origen, no se instalara entre nosotros, como recordatorio doloroso de la soberbia humana. La revolución —y ello lo digo sin querer apresurar el paralelo entre el dictum divino y la práctica revolucionaria— es un acto de fe, y por la vida, porque trata de restaurar, pero sobre todo de crear, en el siglo, soberanías donde ha reinado la soberbia, re-crear la libertad donde su ejercicio como excepción crea la ilusión de vivir en ella. Eso es lo revolucionario. Lo revolucionario, si verdadero, es siempre cuestión de vida o muerte. En Cuba todavía estamos muy cerca de los hechos de la revolución, y ni podemos ver, en toda su extensión, su drama, ni aquilatar todo su alcance, ni comprender los hechos de los hombres —ni a los hombres de los hechos— por entre cuyas manos corrieron la sangre y el lodo de la violencia a partes iguales con el agua, purificadora, de la justicia.
No son meras divagaciones estos apuntes en torno a "lo posnacional" y lo revolucionario, son juicios de valor y reclamos (defensa) de sentido, y son tomas de partido. ¿Qué significa "posnacional" en un mundo controlado por transnacionales, matriculadas en su inmensa mayoría en Occidente? ¿Significa acaso renunciar a la soberanía de unos en favor de otros? ¿Dejarán, por ejemplo, los norteamericanos de ser sujetos "nacionales" para convertirse en "posnacionales" y sentirse iguales a los ciudadanos (más) pobres del mundo, y sentarse con ellos en pie de igualdad a la misma mesa? Pienso en lo ocurrido a finales del siglo pasado y comienzos del presente, cuando en América Latina se iniciaron una serie de procesos políticos que llegaron a identificarse, bajo múltiples formas y filiaciones nacionales, como "socialismos del siglo veintiuno", en Nicaragua, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina, Honduras, Brasil. Los gobiernos de esos países, democráticamente electos —según las fórmulas de la más clásica de las definiciones de la democracia: sistema basado en la representación electiva y revocable de las mayorías—, fueron acosados por los gobiernos de los países ricos, los Estados Unidos a la cabeza. Las administraciones de Bush, Obama y Trump, que al final son, ideológica y geopolíticamente, una única y misma administración con variaciones de personalidad, retórica y estilo —el tan overrated Obama es alguien mucho más presentable que Trump o que Bush, y mucho más presidential, pero las diferencias políticas e ideológicas (¿algún problema con escribir ideológico?) entre ellos son apenas perceptibles pues son apenas existentes, o son solo pertinentes dentro del propio sistema—de demasiado cerca vendría entonces la recomendación— y en esencia limitadas al manejo de los impuestos y el gasto público y la diversidad de tácticas para lograr el objetivo supremo de una única e invariable estrategia: asegurarse de que los Estados Unidos sigan siendo el líder del mundo, es decir, controlando sus recursos y la manera en que estos se explotan y benefician a unos y no a otros— , impidieron que esos procesos se desenvolvieran a su ritmo y por sus propios medios, les abrieron fuego cruzado —desde maniobras subversivas presuntamente emanadas por generación espontánea de la "sociedad civil" hasta el golpe jurídico o militar, estrategias económicas para asfixiar a la población, conspiraciones para matar y extorsionar. Desde hace unos años, a esos mismos países ricos, los recorre un espectro, el espectro del chauvinismo y del revanchismo, que capitaliza las frustraciones de sus ciudadanos "naturales" y les inocula en su imaginario político dos grandes terrores culpables de todas sus miserias: la inmigración y el terrorismo. A ese espectro podría llamársele "fascismo del siglo XXI", tentativa ingenua o demagógica de "salvar” a una “civilización occidental" inconcebible ya sin sus “enemigos”, por no hablar de la imposible “pureza”, material, racial, cultural, demográfica… de su pasado colonial y neocolonial. Nuestros sujetos posnacionales consideran este fenómeno político, que se vende como "antisistema" pero que no es más que expresión concentrada de lo peor del sistema mismo, una respuesta a situaciones internas que han escapado del control de las sociedades y de los gobiernos, y que anegan en violencia a una sociedad cada vez más atomizada entre sus rotos diques, hechos saltar por sus propias e insolubles contradicciones. Nuestros sujetos posnacionales, cuando más, les dedican a esos gobiernos populistas de derecha algún que otro comentario de comedia (y, por lo tanto, comedido), sin que vean en ellos algo más que pasajeros o inofensivos pasatiempos políticos. Es tal el doble rasero que, en nombre de un mínimo de rigor, lo de "posnacional" deberíamos dejárselo a los suecos (reales y genéricos).
En la nota de los editores de Rialta, como ya vimos, también se lee, palabras textuales, que a la publicación no le "interesa vindicar filiaciones ni adorar entelequias nacionales". Si lo de "posnacional" merecía un comentario, más o menos extenso, esta frase merece una criolla trompetilla, sobre todo eso de que no le interesa vindicar filiaciones ¿Habremos llegado ya al reino de los cielos? ¿Serafines, querubines, ángeles por doquier? De las filias, y las fobias, no escapamos, nos constituyen, para gracia o desgracia —el que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama, se lee en los evangelios. Hasta Dios vindica, exige, filiaciones. Entonces, ¿a qué viene tamaña inocencia? A juzgar por los currículos personales, y las filiaciones explícitas e implícitas, que están detrás de lo que se publica en Rialta —toda selección es, de entrada, discriminación y toma de partido, y Rialta dice mucho más de lo que privilegia por aquello que omite que por aquello en lo que abunda—, inocencia intelectual es lo menos que se puede esperar de esa empresa.
Lo de "entelequias nacionales" es harina de otro costal —ahí hay mala fe y mucha leche cortada. ¿A qué llaman una "entelequia nacional"? ¿A un proyecto de emancipación y justicia que data, en Cuba, de principios del XIX? ¿Al discurso y la práctica de la última de nuestras revoluciones? Para mí una "entelequia nacional" es "Make America Great Again", fantasma (y fantasía) retrógrados, racistas, exclusivistas e imperialistas. Pero la Revolución cubana —y por tal entendemos la revolución cubana de longue durée, porque a eso es a lo que se refieren los de Rialta, claro, sin mencionarla, como se aviene al gusto de quienes “no está[n] vinculado[s] ni representa[n] ningún tipo de organización política o religiosa”— no es una entelequia nacional, la revolución cubana fue, y es, una necesidad y una realidad históricas, pues en Cuba nunca ha sido posible articular lo nacional al margen de lo revolucionario, contra España primero, contra los Estados Unidos después, contra el propio lastre de lo colonial y lo neocolonial en lo cubano mismo, y, hasta ahora, la etapa decisiva, para su continuidad y renovación, pero también para su propia supervivencia, del proyecto nacional cubano. Sesenta años después, la Cuba surgida de la Revolución, aun cuando fue traumáticamente (¿terminalmente?) dañada por las privaciones y el desconcierto del período especial, todavía exhibe una sociedad en la que los valores de justicia y respeto por la persona humana son una realidad sobre el terreno y son, incluso, el centro de toda política, en medio de colosales limitaciones, y en medio de mucho más grandes ingratitudes y persistentes errores, deformaciones, vicios.
Yo tengo una "entelequia nacional" y son las ideas del Mejor de nosotros para Cuba, y, de paso, para la humanidad, para lo humano. Otra "entelequia" que tengo, esta, supranacional, pero no poshistórica, es la de estos actos y dichos recogidos en Marcos 10:17-30: "¿(…) qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?, preguntó el discípulo, "(...)vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo (…), respondió el Maestro.
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*Publicado originalmente en Patrias. Actos y Letras.