martes, 24 de diciembre de 2019

sesenta (uno)


el día trece de agosto de mil novecientos setenta y seis, el mundo dejó de ser lo que había sido para mí hasta ese momento, un lugar preciso y seguro; desde ese día el mundo tal cual lo conocía —en realidad, muy angosto, unos cuantos kilómetros cuadrados a mi alrededor, más bien fragmentos de la ciudad, calles y avenidas que se cruzan o corren paralelas, habitadas por edificios, almacenes, escuelas, hospitales, cafeterías, bibliotecas, farmacias, iglesias, plazas, parques, espacios abiertos, espacios cerrados que habían alojado periódicos, conventos, clubes privados— se desvaneció, sus rigurosos contornos se desdibujaron; recuerdo que algunas de esas calles y avenidas y edificaciones habían sido rebautizadas en un intento de conferirles un nuevo significado, porque de eso se trataba de re-significarlo todo, con el riesgo de vaciar de pasado y memoria, e historia, no sólo las calles y las avenidas y las edificaciones, si no también la vida de unos y otros, de todos, cosa que creo que pasó como me pasó a mí aquel día trece de agosto de mil novecientos setenta y seis, día que mi abuela oficialmente dejó de existir para mí, su existencia pasó de lo físico, de verla y tocarla y olerla todos los días, desde el café de la mañana, en colador y con azúcar prieta, hasta el murmullo de las avemarías y letanías del rosario nocturno, a lo metafísico, pura intuición y ensoñación; simplemente, se fue; y, yéndose ella, la percepción de ese mundo, que era no sólo extraño y ajeno, sino también contrario y hostil, se acentúo, porque era el culpable de mi pérdida, del primer dolor serio (y permanente) que recuerdo, se fue la posibilidad del refugio y quedé a la intemperie; en los cuatro años que siguieron a la partida de mi abuela se alternan los tonos grises, a veces más fuscos, otras, menos: mucho desorden y altibajos, mucho contraste, inestabilidad; miro esos años ahora como una larga y severa tormenta eléctrica, con truenos espantosos que terminan en rayos, que me permitieron ver con más detalle la negrura a mi derredor, la soledad en la que vivía, lo aislado que estaba del mundo, ajeno y hostil, extraño y contrario al que, sin embargo, pertenecía en ese momento, al menos, por biografía; lo único que me unía al mundo desvanecido, era la iglesia, toda ella, el edificio de piedra y el de creencias, espacio de iglesia; la oscuridad del mundo exterior se tornaba allí, tolerable, el de la iglesia era el mundo de los excluidos, teníamos todos en común esa condición, y la de estar de paso, no necesariamente porque pensáramos en la eternidad, sino en la posibilidad de la vida en otra parte, en la posibilidad de irse, como mi abuela, de dejar de existir para ellos —nosotros estamos excluidos por ellos, pero ellos no existirán para nosotros, el día que consigamos abandonar este mundo contrario y hostil, extraño y ajeno por aquel otro que estaba, no en el más allá de la física, sino de la geografía, el más allá geográfico, allende un mar estrecho que haremos tan ancho que tanto como ellosnos han ninguneado a nosotrosnosotros los anularemos a ellos, no existirán siquiera como realidad, ni qué decir recuerdos; allí estaba, en ese espacio de iglesia que convocaba toda la luz a la vez que toda la alienación, la descalificación, a priori, de lo otro que estaba afuera y apenas tomaba en cuenta lo Otro que está allá arriba, pero había luz, como la del tabernáculo, siempre encendida, entre el presagio y el anuncio, había luz, tenue, como la brisa en la cual el profeta encontró Yahveh, y entre ese espacio de iglesia y el espacio del mundo-ajeno-contrario-hostil-extraño se tendía, como entre dos acantilados, un puente leve pero conciso y duradero, la lectura, que es suma y cifra de lo duradero, y es consuelo y bálsamo, y cura, y nos permite regresar e imaginar, lectura que iba de los libros sagrados a los profanos sin que pudiera establecer lo que lo distinguía —con diferentes registros y estilos, todos los libros me decían algo que admiraba y con lo que asentía, me parecían todos obras de un mismo autor que se movía, omnisciente, por todos lados; aquellos años fueron como una orgía lectiva para un lector promiscuo; la primera lectura de Retrato del artista adolescente me fue recomendada como lectura piadosa, "es que habla de religión, y de escuelas católicas, algo que tú sabes, está prohibido aquí", y algo de Freud, no recuerdo qué, "porque no lo enseñan en la carrera de Psicología"; alucinante el recuerdo de los porqués se debía leer cierta literatura, el criterio mayor era que "estaba prohibido", todo lo prohibido, había que leerlo, era bueno; leer la biblia era el gran gesto de disidencia, la suma impostura y, en no menor grado, toda la literatura escrita por los que escapaban del "mundo comunista", como "La hora veinticinco", de Constantin Virgil Gheorghiou; de aquellas lecturas, todas ellas burda fabricación, propaganda de bajo registro, sólo me queda la biblia, lectura perenne; de aquellos años que siguieron a la partida de mi abuela, de la negrura espesa que siguió a su ida, de las lecturas promiscuas y desordenadas, del espacio de la iglesia y del espacio otro, contrario, hostil, extraño y ajeno permanecen las memorias, los fundamentos, los asideros —ahora se ve todo con claridad, no a través de las veladuras del presente.

viernes, 6 de diciembre de 2019

Golpe a Bolivia

Golpe de Estado en Bolivia
I
El pasado diez de noviembre, Evo Morales renunció a su posición como presidente de Bolivia tras velada sugerencia de los mandos del Ejército.  El conocido guion de protestas callejeras y el dictum de Almagro y Cía. sobre la legitimidad de las elecciones del veinte de octubre último habían sido ejecutados con la acostumbrada sincronía. En comparecencia televisiva, el ahora depuesto y exiliado presidente se refirió a los incidentes que precipitaron su renuncia como un "golpe cívico" con la participación de la policía nacional. ¿Cómo no recordar el intento de golpe de Estado en Venezuela, en abril de 2002? Al entonces presidente Hugo Chávez lo tomaron preso, lo trasladaron a diversos sitios, hasta le ofrecieron  un avión que lo llevaría a Cuba —y que, según diría después el propio Chávez, sospechaba que lo llevaría en cambio a los Estados Unidos— y le pidieron que firmara una carta de renuncia. Hubo un número de militares traidores, pero otros, numerosas tropas y la oficialidad media, se mantuvieron  leales —Chávez tenía suficiente base militar, así como popular, para resistir a los artífices del "vacío de poder", tal y como llamaron al golpe de Estado los militares complotados, los empresarios agrupados en Fedecámaras y la alta jerarquía católica. Hugo Chávez nunca renunció y, ya preso, con riesgo ostensible para su vida, no abandonó el país. 
Los líderes de procesos de cambios revolucionarios no renuncian, porque la renuncia es una aceptación tácita, que no pacífica, de la "inutilidad" de todo lo hecho, de todas las políticas y cambios sociales realizados. En el caso de Bolivia, "lo hecho" es de una magnitud considerable —hasta sus acérrimos adversarios reconocen los méritos de la gestión económica del gobierno de Evo; léase, por ejemplo, El fin de Evo Morales, de Mario Vargas Llosa, publicado en El País, el pasado 30 de noviembre. La estabilidad política y el crecimiento económico en Bolivia, durante la presidencia de Morales, no fueron suficiente crédito para que la cofradía por la democracia que forman las oligarquías locales, la llamada sociedad civil (es decir, la sociedad civil de las clases dominantes), la no menos llamada prensa libre, las embajadas norteamericanas y el gobierno y las agencias de inteligencia de esos países— certificara su gestión. 

El gobierno progresista de Bolivia, tímidamente revolucionario, cometió varios pecados de lesa democracia y el más grave fue permitir la "injerencia castrista” en la vida del pueblo, "infiltrándole" profesionales de la salud y la educación que afectaron directamente, a niveles nunca vistos, la vida diaria del pueblo boliviano. Su cercanía ideológica, política y personal y sus lazos afectivos con Cuba, Venezuela, Nicaragua nunca fueron del agrado de los amantes del imperio de la ley y la seguridad del orden, quienes esperaron el momento adecuado, la oportunidad de oro de las elecciones, marco preferido por estos audaces freedom fighters reciclados, para montar el número favorito de la feria de la democracia: el delito de lesa transparencia de las elecciones; número, por cierto, que nunca se ha estrenado en los Estados Unidos, titulares del mayor acto de magia democrática: el candidato que reciba mayor número de votos de los electores puede perder las elecciones. 

A diferencia de los procesos políticos en Venezuela y Nicaragua, el de Bolivia no afectó las estructuras militares y de seguridad del país, y ese detalle le costó a Evo Morales no sólo la presidencia , sino también la continuidad del proceso de cambios sociales y quién sabe si la existencia misma de ese proceso. Más de una lección de política revolucionaria se puede extraer del proceso político cubano y del magisterio de su liderazgo histórico. Una de ellas, la que pudiera considerarse piedra angular de la arquitectura revolucionaria, es que no se puede cometer el más ligero error, ni táctico ni estratégico, cuando se trata de la supervivencia de la propia Revolución, como fuente de derecho y legitimidad, ni se pueden dejar cabos sueltos que la innegable astucia del capital pueda atar de otra manera.


Cuando se produce la renuncia, ya Morales, en muestra de debilidad y falta de liderazgo, había aceptado el dictamen de la OEA y decidido celebrar nuevas elecciones. La derecha no perdió tiempo y, valiéndose del estamento militar —esta vez la manu militari se enguantó de "sugerencia"— lo desalojó, no sólo del poder, sino del país. 

Si algún valor pudiesen tener estas notas es el de testimoniar que aun cuando las revoluciones no transitan por senderos trillados, sino todo lo contrario, las acechan peligros mortales, hay descuidos imperdonables y salidas reprobables, que una revolución nunca se debe permitir —deshacerse del aparato militar y desmontar el régimen de propiedad del Estado anterior son no sólo exigencias de la política revolucionaria, sino también de la existencia física de la propia Revolución. En caso de emergencia, la renuncia y el abandono no son alternativas posibles. 

II
Los acontecimientos políticos de las últimas semanas en América Latina ponen al descubierto que la connivencia de las oligarquías nacionales con las fuerzas políticas más agresivas de los Estados Unidos para garantizar la seguridad de sus respectivos intereses políticos y económicos no es cosa del pasado. La mediación, en este caso, como ya hemos visto, corrió a cargo de la Organización de los Estados Americanos (OEA), nunca mejor descrita que cuando  el primer canciller de la Cuba revolucionaria la calificó de «ministerio de colonias yanqui». 

No son los actuales aquellos tiempos revolucionarios de los años sesenta; ni siquiera vivimos en la resaca de los finales de los ochenta. Desde el derrumbe del socialismo real, no ha dejado de aumentar la agresividad del proyecto hegemónico de los Estados Unidos, disimulado de muchas maneras—las estrategias expansionistas de los gobiernos yanquis no conocen límites de ningún tipo, háganlo a la manera conciliatoria de Barack Obama, con la venalidad de George W. Bush, o con la desfachatez de Donald Trump. América Latina ha sido blanco con especial saña de la voluntad de los Estados Unidos de imponer la restauración liberal-burguesa tras el colapso del Estado-partido[1]. La decisión de hacer abortar a todos los gobiernos de la región que no estén perfectamente alineados con la agenda de Corporate America ha sido ejecutada, si no con la brutalidad de los primeros tiempos —desde la intervención en 1898 en la guerra de independencia de los cubanos contra el yugo español hasta la invasión de Panamá en 1989—, usando una amplia gama de golpes de Estado y "estallidos populares" ante "elecciones fraudulentas". Esta última variante acaba de volver a ponerse en práctica en Bolivia, forzando al gobierno de Evo Morales a renunciar, incluso después de que este aceptara la realización de nuevas elecciones. La secuencia de los más recientes acontecimientos políticos en ese país apunta a un libreto que, de tan manido, no deja lugar a dudas sobre quiénes son los guionistas; a los actores ya los conocemos. 

Hasta ahora la puesta en escena del cambio de régimen ha fracasado en Cuba, Nicaragua y Venezuela, países que, amén de otras afinidades, tienen en común el hecho de que el aparato militar y policial es inextricable del gobierno y del Estado. En el caso de Cuba, el Estado y el gobierno son hijos naturales de un ejército revolucionario insurreccional victorioso. Algo parecido sucede en Nicaragua, el núcleo de cuyo ejército y policía, la guerrilla sandinista, no pudo ser desmontado por los gobiernos "democráticos" de Violeta Chamorro y Arnoldo Alemán, lo que permitió el retorno electoral del sandinismo, por mucho que su rojinegro se hubiese desteñido ya. En Venezuela, el ejército ha pasado de ser el brazo armado de la oligarquía menos nacional de América Latina a serlo del gobierno revolucionario surgido de la revolución bolivariana. Esto les ha permitido a esos países sortear, con alguna suerte, lo que Alan Badiou denomina "capital-parlamentarismo", que es "el modo tendencialmente único de la política, el único que combina la eficacia económica (y, en consecuencia, el lucro de los propietarios) con el consenso popular"[2] —modelo político que obstruye todo intento de extender las prestaciones sociales a la mayoría de la población, por no hablar ya de hacer justicia. Nunca la justicia social, política y económica han estado más cerca de lo que, durante los años de la efervescencia revolucionaria (todo lo efervescente se desinfla en el aire) se presumía que iba a ser el destino del capitalismo: el basurero de la historia.

Esta vez le tocó al gobierno  boliviano que posiblemente haya contribuido más al bienestar popular, la estabilidad política y a un discreto pero sostenido crecimiento económico pagar el precio de haber sido independiente, de haber elegido a un descendiente de pueblos indígenas históricamente preteridos, y social, política y económicamente desheredados. El gobierno de Evo Morales, reelegido en elecciones que fueron impugnadas por la oposición, acepta convocar a nuevas elecciones, tras la evaluación de los comicios por la OEA, y entonces la oposición exige su renuncia, le pide la cabeza, desinteresada en corroborar en las urnas su acusación de fraude, sin otro objetivo ya que echar del poder al indígena de ideas socialistas, cosa que logra con la presión soft del Ejército y la vendetta de la policía nacional. Un gobierno desarmado no sobrevive a un enemigo desalmado. 

El golpe de Estado en Bolivia no es sólo la consecuencia de la obstinación de los Estados Unidos en la superioridad de su modelo económico ni un montaje más del grupo teatral OEA bajo la dirección de Mike Pompeo. El golpe de Estado contra el gobierno de Evo Morales debe examinarse a la luz de una más amplia secuencia de acontecimientos en la región que señalan que el cerco a los cambios políticos hacia una mayor participación popular en la gestión de gobierno, un mayor nivel de independencia política de los Estados Unidos y una creciente socialización de la riqueza no es ni una política terminada, ni avanza en línea recta. El fin de la guerra revolucionaria en Colombia, con su secuela de desmovilizados de las FARC asesinados, la elección de Iván Luque y de Jair Bolsonaro, junto a los juicios políticos amañados contra Dilma Roussef y, luego, contra Lula, parecen apuntar a que los Estados Unidos siguen marcando la pauta en la región. Sin embargo, si se considera la resistencia de Cuba, Nicaragua y Venezuela, la liberación de Lula, las manifestaciones populares en Chile, la elección del partido peronista en Argentina y la de Andrés Manuel López Obrador en México, la pauta no parece ser ni tan marcada, ni seguirse con mucha disciplina. Una sana dosis de realismo político ni inflama el corazón ni lo reduce a cenizas, sino que mantiene las emociones y el pensamiento en frágil, y a veces engañoso, equilibrio, aunque necesario para colegir imprescindibles lecciones de política: el poder revolucionario, para mantenerse y defenderse, necesita un ejército revolucionario, la burguesia no cede por las buenas sus privilegios , el orden económico mundial ofrece respuestas "globales" a conflictos "nacionales". Por lo tanto,  es evidente que la estrategia de todo movimiento social que aspire no sólo a intrepretar la realidad sino a transformarla tiene, por necesidad, que seguir partiendo de la herencia teórica y práctica del marxismo revolucionario. 



[1] Para una indagación preliminar sobre los conceptos de Estado-partido y Estado-partidos, véase Alain Badiou, De un desastre oscuro, Ed. Amorrortu, Buenos Aires-Madrid, 2007.
[2] Op. cit.

Kafka, Diarios (1920)

Del cuaderno en que Franz Kafka registraba sus impresiones diarias, los apuntes tomados en 1920 que lograron sobrevivir a la voluntad de d...