"Sé [que] estos días (...) lo significan casi todo para ti, y poco, o nada, para mi..."—me escribe un amigo con quien me comunico casi a diario, con quien converso a diario en la complicidad y la diferencia. Estos días son los días que comienzan a principios de diciembre y culminan abrupta y tristemente la mañana del día primero de cualquier año. No hay para mí fiesta más triste que la de fin de año y no desearía que ningún compromiso social me obligara a participar de ella. Es tan fatua como los fuegos que anuncian esa convención del año nuevo. Estos días significan mucho para mí—los momentos de mayor encuentro con ese estado de quietud y reconciliación están en estos días, cuando a través del pasado alcanzo a vislumbrar el futuro, y medito en la cotidianidad que sofoca nuestra vida y que intentamos sacar de ese ciclo con la esperanza de restituirle al cuerpo el espíritu, en la historia y después de la historia, para que sea, no inmortal, sino eterno. En estos días la bipolaridad se acentúa—el cuerpo anda de fiesta, muy cercano a la juerga, y el espíritu anda, en cambio, recogido, lejos del cuerpo y, como los reyes magos, busca lo recién nacido, la inocencia, el principio y el final, el alfa y la omega, que puede llegar en forma de música y voces, de rostros masacrados por el día a día, la corrupción de la carne, la inercia, o en el recuerdo de otros que están, o no, allí, y llega, ciertamente, muy temprano en la mañana, antes de que claree.
Estos días que acaban hoy tuvieron días significativos que están ahí para que pensemos en lo que evocan, en lo que celebran o en lo que recuerdan. El santoral católico romano recuerda a San Juan de la Cruz, y en este santo se pueden encontrar no sólo los que piensan en el Dios cristiano, sino todos los que caminan por ese sendero mudo que es la poesía, porque eso es la poesía, sendero que nos hace invisible para los otros y visibiliza lo otro. Sendero de más de un sentido, hay quien lo transita de atrás hacia delante, o de un lado al otro: pienso en la escena de Nostalgia, la penúltima película de Tarkovsky, en la que Andrey Gorkachov (Oleg Yankovsky) cruza de una punta a otra una piscina vacía con una pequeña vela encendida en las manos, haciendo un cuenco con ellas para protegerla y evitar que se apague: esa es la poesía, ese camino, y la pequeña vela encendida, y nosotros protegiéndola. Por el único premio o recompensa de extender la luz. Nada a cambio de la luz. Por que la luz no se apague y siga bastándose a sí misma.
De manera especial, los cubanos recuerdan una doble, y noble, equivocación—mientras el calendario oficial celebra la memoria de San Lázaro Obispo, nosotros celebramos al Lázaro de la narración evangélica, a quien Jesús resucita, el hermano de Marta y de María, y a Babalú Ayé, orisha que los negros trajeron a Cuba en su forzado viaje desde la secreta África—entre la parábola y el patakí nos movemos, ficción que somos de nosotros mismos. En esa equivocación es posible que podamos rastrear esa manera tan nuestra de vivir y contar la vida, de contarla, tal vez demasiado estemos más interesados en hacer el cuento que en vivirlo. Pueblo que vive para afuera, de la boca para afuera, como si le pesara lo inasible de su pasado, la precariedad de su presente, la incertidumbre de su futuro. O como si, de su pasado, lo que le pesara a veces fuese ese misterio, tan cubano, de una historia con más picos o cumbres que la topografía del lugar. País que no llega a cuajar, tal vez irremediable, en el que sin embargo el espíritu, original y ecuménico, se ha condensado más de una vez en luz que todavía nos convoca a despertar.
Y recordamos a los santos inocentes, primeros mártires de la iglesia y, en esa fiesta de la sangre y el dolor, nos "alegramos" en el retorcimiento de una broma—en la inocencia se "celebra" la estupidez, la mentira... Te digo, por ejemplo, eres hermoso, y por un momento te lo crees y te miras al ejemplo y te digo inocente y te das cuenta de mi engaño, de la mentira. Del recuerdo de aquellos niños que se sacrificaron por la verdad y la vida, de la inocencia de aquellos que murieron para que la luz se hiciera para todos, de ese recuerdo celebramos la mentira, el engaño, el fastidio del otro. No hay retorcimiento mayor de fiesta litúrgica.
Estos días que significan mucho para mí, como todos los días—cada día tiene su propio afán—, lo son en la medida en que convocan otros días de otras vidas, otras historias contadas de esa manera tan nuestra, entre evocativa y provocativa. Significan, porque son los días asignados para los trabajos que tenemos que completar antes de que, como en la tradición escandinava, zarpemos en una barca, muy al amanecer, entre la bruma, en un viaje cuyo destino ignoramos pero que sabemos que no acaba.