He visto en repetidas ocasiones, en YouTube, la
conversación entre Joaquín Soler Serrano y Juan Rulfo. Conversación que lo es
apenas, casi un interrogatorio en que el acusado del crimen (de ser escritor)
accede voluntariamente a ser interrogado por el detective (el crítico), y éste
tiene que arrancarles las respuestas a sus observaciones, a sus preguntas... Como
en todo interrogatorio, la voluntariedad es cuestionable... Así es Juan Rulfo,
o así parece ser Juan Rulfo, retraído, de pocas palabras, cuyos únicos gestos
se reducen a sostener los espejuelos negros en una mano o llevarse el cigarrillo
a la boca con la otra, boca que parece haber adoptado la forma del cigarrillo
—tiene como una hendidura en el labio inferior, y habla en voz baja, tan baja
como la de Faulkner, tan baja que cada vez que vuelvo a mirar el programa de la
televisión española de 1976 descubro cosas que dijo que no había escuchado
antes, tal como me ocurrió cuando escuché —más de una vez— la grabación de la
alocución de Faulkner en ocasión de recibir el premio Nobel... El mismo Faulkner
que, él, Rulfo, dice admirar pero del que se distancia con pudor, no con un
mojigato non sum dignus, sino porque dicen
que dijo, Rulfo, que cuando escribió Pedro
Páramo no conocía a Faulkner, mientras otros insisten en lo faulkneriano de la novela de marras. Será
difícil esclarecer este punto, a todas luces irrelevante, comidilla para espíritus sosos, porque en la historia de la
literatura o, mejor dicho, en el cuento que es la historia de la literatura, es más difícil separar la realidad de
la ficción que hacer que un rico entre en el reino de los cielos. Lo cierto es
que Rulfo dice que en su única novela no
está Faulkner, pero dice también que lo admira, a Faulkner, como a Cortázar,
a Onetti, a Salvador Elizondo, a Ferlosio... Lo importante es leer este video de Rulfo, porque es una
experiencia visual de la lectura de cualquiera de sus cuentos o de su única
novela: el hombre profundamente solo, huraño, escueto, abocado siempre a la
violencia, una violencia de la que comenzó a ser testigo y víctima, según nos
revela, en el orfanato, cuando era niño, y ya su abuelo y su padre habían sido
asesinados por los cristeros, y su madre había muerto, y estaba rodeado de la
violencia institucional y del siempre violento mundo infantil cuando está acuartelado... Nos cuenta Rulfo de la
violencia de las pandillas en el orfanato y de la violencia de los que estaban
a cargo de la administración del lugar. Quizás por eso escribe una obra que de
tan lacónica parece que no dice nada, una obra en que la violencia es un protagonista trabajado desde una mirada,
la de Rulfo, que transpira tanta paciencia... y no habla de la violencia de
esos hombres pacíficos, dice él, que
parecen pacíficos y son capaces de
desdoblarse en los seres violentos que no aparentan ser, y que de eso se trata,
vuelve a decir, cuando crea a sus
personajes, de imaginarlos como no son,
quizás con alguna bondad hosca, sola, rodeada de historias violentas, portadores
de una depresión a imagen y semejanza de la suya, la de Rulfo, que se le reveló,
responde al interrogador Soler, en el orfanato: "...bueno, lo único que aprendí fue a deprimirme... que todavía no se me
puede curar, ¿no? He aprendido a vivir con la soledad..." Y en el
apellido de Pedro, Páramo, sinónimo de tranquilidad... Al fin y al cabo, como él mismo apuntara en los cuadernos
publicados en 1994 por su viuda, la "más grande riqueza que existe sobre la tierra es la
tranquilidad..." Entonces, me doy cuenta de que es eso precisamente lo que
envidié —mientras miraba, absorto, en repetidas ocasiones, el interrogatorio de Rulfo— de la
personalidad de Rulfo, la tranquilidad
que emanaba de sus palabras y de sus silencios... Algunas fuentes apuntan a 1918
como el año de su nacimiento, otras a 1917, me quedo con esta y con esa
anécdota que leí, quizás en alguna fuente apócrifa, y que recuerda esa otra que
habla de la primera vez que se vieron frente a frente Igmar Bergman y Andrei
Tarkovsky, y que cuenta que Onetti y Rulfo se encontraron en un café en París y
pasaron tres horas, en silencio, uno frente al otro, sin decir una palabra,
hasta que Rulfo, dicen que con su proverbial sencillez —diría yo laconismo— le
dijo —le espetó, diría, otra vez, yo—, Otra
vez será.
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