Difícil de creer. Una vez aceptado el hecho, más difícil aún de aceptar: al vida joven y talentosa de José Fernández se estrelló contra las rocas de la isla de Miami Beach. Un accidente trágico, como lo son todos, especialmente cuando cuesta la vida de cualquier persona. El efecto multiplicador de los medios de información y las redes sociales, y el hecho que se trataba de una figura pública, joven, talentosa y carismática, han esparcido esta sombra de dolor sobre el sur de la Florida y, especialmente, en el condado de Miami-Dade, donde José era, y seguirá siendo por un buen rato, una figura reverenciada.
El béisbol es el único deporte que realmente me apasiona. Los demás pueden esperar. Un fin de semana sin un partido de pelota por la radio o la televisión es inconcebible. El offseason suele ser rematadamente aburrido pero ahí están los canjes, la llegada de nuevos cubanos, cada vez más jóvenes, los dimes y diretes que preceden al entrenamiento de primavera y el comienzo de otra temporada. José Fernández en sus pocas temporadas con los Marlins fue una de las pocas razones para asistir al estadio, seguir al equipo, entusiasmarse. Su muerte, imprevista, desatinada, es de alguna manera, la muerte de la franquicia. Ojalá me equivoqué.
Lamento tanto su muerte, y el dolor de su familia, que he preferido quedarme en casa hoy. Y pensar. Y escribir esta breve nota. Sobre él. Y sobre el inaplazable destino que a todos nos espera. Y sobre la imprudencia de usar argumentos políticos que no hacen otra cosa que desacralizar el momento, evidenciar la falta de virtud de quienes lo hacen. Y sobre la doblez de los que se obstinan en usar argumentos religiosos como píldoras contra el dolor.
Me quedo con la alegría y el deseo conque Joseíto jugaba a la pelota. Como si estuviera en un piten del barrio.