sábado, 8 de enero de 2011


Con el año 2010 quedaron también atrás algunos proyectos que pretendieron ser homenajes a aniversarios cerrados que se conmemoraron durante esos doce meses. El doscientos aniversario de Federico Chopin. Su música quisiera fuera parte de la eternidad, así con Bach como con Beethoven –de la eternidad que me convoca; el delicado lirismo, la fragilidad de las notas, la cotidiana belleza. Entre los papeles de la abuela había alguna referencia a Chopin por el romanticismo. Quise dedicarle mi homenaje a Chopin a mi padre: le di vueltas y nunca pasé del primer movimiento.
[Sonata [inconclusa] en cuatro movimientos para Chopin
I
Una tarde de sábado mi padre me llevo a un recién inaugurado cine en la calle Galeano esquina a Neptuno, o casi esquina a Neptuno con nombre aborigen, de batalla y río, el Jigue. Debe haber sido esa una de las últimas salidas sabatinas que acostumbrábamos hacer mi padre y yo –siempre que volvía a ese cine me parecía verlo, retraído, lejano. En ese momento era el mejor cine de la ciudad: el de mejor acústica y visualidad; al lado tenía una cafetería de auto-servicio muy de moda en la ciudad por aquellos años y que servía delicatesen muy difíciles de encontrar en otro lugar. Creo que fuimos a ver la segunda película que estrenaban en ese cine –la primera fue La cera virgen o El monumento-, una biografía de Chopin, Canción inolvidable, que me conmovió mucho. No tenía ni por tradición ni entorno familiar nada que ver con el mundo de la "alta cultura", sin embargo sentía un atractivo extraordinario por el tipo de novelas y películas que narraban el itinerario biográfico de alguien. Nunca más he vuelto a ver ese filme. No fue hasta hace muy poco que supe se trata de una producción de 1945 con Cornel Wilde en el papel protagónico. Además del elemento biográfico, descriptivo –era un lector compulsivo de Dickens y Balzac en aquellos momentos-, la película me impactó por el romanticismo heroico: Chopin tocando apasionadamente una de sus polonaises y las gotas de sangre cayendo sobre el teclado blanco, anunciando su muerte. Además, la música, romántica, lírica por naturaleza, caracterizada por su originalidad, audacia armónica, ritmo y belleza poética. Ese sábado, esa película han quedado (son) marcas imborrable en mi memoria afectiva.


Estuvo también el cien aniversario de José Lezama Lima. Me aventuré de nuevo por sus páginas paradisíacas y de nuevo la insoportable pesadez de la escritura me devolvió como hijo ingrato, que no pródigo, de una de las mayores aventuras literarias de todos los tiempos. Creo que nadie se arriesgará como él para redactar una de las mayores sinfonías verbales escritas bajo el tórrido sol caribeño. A él, a su poesía, a su inmenso saber y amor a lo cubano, se le deben un recogido respeto, lecturas sin mojigaterías.


Otros cien años, esta vez a Samuel Langhorne Clemens. Cómo olvidar a Tom Sawyer y Huckelberry Finn y sus aventuras en el Mississippi. Las tardes y las mañanas en la Biblioteca Nacional "José Martí", sus salones espaciosos, la sensación de quietud, la virtud del sitio en que tan bien se estaba. Mark Twain encarna, con una honestidad a prueba de tiempo, el mejor espíritu de la nación norteamericana – el hombre que se levanta desde la naturaleza brava y consigue domeñarla a fuerza de trabajo e inteligencia, el hombre desposeído de toda trascendencia que no se arraigue en la tierra y que, como ella, se destruya a sí misma para transformarse y volver a destruirse. Este último verano visité su casa en Hartford, Connecticut. Me traje unas piedras que con seguridad no pisó. Su casa es un testimonio del hombre, inmensa y sin lujos, o con un lujo pasado por el secular gusto de quien piensa que el refinamiento es impertinente. La casa contigua a la de Mark Twain pertenecía a la de la escritora Harriet Beecher Stowe y allí me preguntaba cómo habría sido la vida de estos dos vecinos entrelazados por la escritura y las preocupaciones sociales de su tiempo. Compré allí, los diarios de Adán y Eva; los comencé a leer y sentí la desolación de quien vislumbra la fe pero no es invitado al banquete.


Imperceptiblemente, como la velocidad que lo mató, Albert Camus lleva bajo tierra cincuenta años. El escritor que me descubrió Amsterdam y París y los judíos y la ambigüedad de la condición humana al mismo tiempo. Por él, por Camus me aficioné a la lectura de periódicos y a fumar cigarrillos mientras los leo. No puedo evitar esa confluencia moderna.


Y Velázquez, que muriera trescientos cincuenta años atrás; la escena de la crucifixión más creíble que he visto; la vi en el museo de El Prado hace ya diez años, y me conmovió hasta las entrañas, verlo así y recitar, que no rezar, el soneto más alto de la poesía religiosa en español:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.


Y, por último, Boris Pasternak, a cincuenta años de su muerte, como si no hubiera estado muerto mucho tiempo antes. Pasternak, el triste, el hacedor de un verso irrevocable en su dolor y en su factura: "Yo no merecía el olvido de mi patria." Quisiera hacer este verso mío pero un puedo. Mentiría. Tantas cosas en el tintero…

Kafka, Diarios (1920)

Del cuaderno en que Franz Kafka registraba sus impresiones diarias, los apuntes tomados en 1920 que lograron sobrevivir a la voluntad de d...