viernes, 30 de julio de 2010

Apuntes de julio

De viaje una vez más; como cada verano de vuelta a las carreteras para observar, ver el paisaje humano y geográfico de éste cada vez más mi país de residencia. Lo hago en medio de una amargura (in)explicable, un sentirme cada vez peor conmigo mismo, dejando, ésta amargura, víctimas inocentes en el camino. No sería mejor que me sacrificara yo? No es ése el sentido del arte y del amor? Por ahora, de mañana, nuevos votos por nuevos comienzos y la promesa de dejar de lado la culpabilidad, esa hoja aciaga que me hiere y mata. Aplicarme la violencia y para ello qué mejor que disciplinarme con Pascal y Adornos y gotas de Vitier por allá. Esos son mis "dioses tutelares" este viaje.


 

I am the one with the faulty gene.


 

Nada por ahora de mis "dioses" –ni una lecturita. Los últimos dos días he estado dieciséis horas manejando. Cerca de Savannah, GA, un típico American landscape –hoteles impersonales dispuestos arbitrariamente y restaurantes saturados de parroquianos anónimos. Ayer, fecha patria, en Washington. Muy tarde para disfrutar de una ciudad en la que encuentro cierto solaz, como dirían los antiguos. Fuimos a comer y vimos los festejos por la televisión –muy americano. El regreso me recordó los ómnibus urbanos de La Habana: abarrotamiento y un calor desquiciante.


 

De Washington, su aire y trazado urbano reconcentrado, su pretendida grandeza que se estrella contra los arrabales circundantes. Lo verdaderamente amable en Washington son sus museos, los espacios en conservas de sus museos –como en una escala disminuida. El museo de Historia Natural es una versión apocopada del museo de Historia Natural del de New York, y así el de arte: muchos maestros antiguos (casi todos) con sus obras menores. Nos sorprenden, a veces, con exposiciones itinerantes o temporales. Aun así, los museos de Washington son una fiesta y me encanta bailar en ella. Si de baile se trata, recuerdo que fue frente al obelisco, en The Mall, a la sombra fálica del Washington Memorial que vi por vez primera a Celia Cruz. De Washington, memorias que sin ser indelebles, el tiempo las ha ido sacralizando.


 

Lectura moral: el sol de Vitier. Los intelectuales anticastristas aborrecen el sol del mundo moral. Los intelectuales castristas (si es que existen) lo usan como oráculo para hacer dormir sus conciencias. Los intelectuales a secas aprecian el esfuerzo de Vitier por establecer una línea de conducta que junte lo más raigal con lo más estelar del proceso patriótico cubano. Hay momentos en que la prosa evocativa de Vitier se vuelve de un talante vocativo y sus argumentos apelan a la narración ideológica de los hechos.


 

Moral espuria: la imposición, la violencia, el miedo, el insulto, el ninguneo como maneras para educar lo que uno al final más ama. Cómo fue que me pude des-paternizar? A qué recursos innobles, demasiados humanos, apelé? Cambiar el corazón de piedra por otro menos humano, más divino.


 

A la destreza narrativa de vargas Llosa, tengo ahora que anotarle una fineza inesperada. En Lituma en los Andes hace decir a uno de los personajes, Dionisio, el cantinero, que beber es el camino para que cada cual visite a su animal. Visitar al animal, que fineza! Al animal que nos confiere la carne y los deseos, la sangre y los apetitos, el instinto sensual de manosear, de lamer, de tragar, de descomer; visitar al animal que se va a descomponer, fétida materia. El Dionisio de Vargas es como un shaman que revienta el espiritualismo andino y muestra su carnalidad, la textura rugosa del alma.


 

Hacia atrás.


 

Llegué al frente de guerra el día cuatro de septiembre de mil novecientos ochenta y uno, a un mes y poco de mi dieciocho cumpleaños. El paisaje se me antojaba –ahora lo veo así- demasiado familiar para ser la primera vez que lo veía. El carguero fondeó al atardecer de ese día y esperamos el siguiente en el mismo camarote donde vivimos por veintiún días con sus tantas noches. Fui asignado a una compañía de zapadores que partiría de inmediato al frente sur. Me dieron, como al resto de la tropa, un módulo personal de aseo y uniforme, un fusil automático y noventa municiones, una mochila con unas latas de comida, dos mudas de ropa interior y medias, un cuaderno escolar y un bolígrafo, y unos buenos consejos: nada de andar solos, trabar amistad con los locales o fumar en la oscuridad. Hasta ese momento, la experiencia militar mía era lectiva con la salvedad de las dos semanas de entrenamiento que pasé antes de salir para el frente de guerra.


 

Llegamos a New Jersey a media tarde y nos perdimos al tratar de encontrar el hotel. Perderse ese iba a ser el signo de la estancia en esa área. Nos perdimos para encontrar la dirección de la galería en la que iba a exponer E en Union City, New Jersey. Nos perdimos cada vez que intentábamos regresar al hotel. Nos perdimos para ir a casa de Noemí Laza, la fiel amiga de mi madre, y para llegar a casa de JI y MD, amigos que van quedando.


 

Boston, the beautiful. Su aire decimonónico, su contenida nobleza, su falsamente reprimida admiración por lo británico, el gélido azul de los ojos de sus mujeres, sus bosques, los pueblos pequeños, la ciudad universitaria de Cambridge, los ríos que se confunden con las angostas entradas de la bahía, la incoherencia moderna de MTI y la exquisita sopa de arroz de Phô Pasteur.


 

Desde tan lejos escucho la gloria eres tú ahora que Olga ha muerto, de Méndez murió hace mucho. La muerte ha unido, lo que la vida separó.


 

Amherst en el siglo XIX debe haber sido un pueblo casi como hoy: encajado en medio de las montañas, rodeado de bosques, valles y ríos. Dicen que fue el centro industrial y de manufacturas más importante de la región. El padre de Emily fue representante por ese distrito en la Cámara de Representantes del congreso federal. Cuenta, Ruth Hooke, la amable anciana que me sirvió de guía durante la visita a la casa de Emily Dickinson, que los padres de ésta eran muy religiosos, puritanos, siempre vestidos de negro, serios, que solo dejaban que Emily leyera la biblia y a Shakespeare; el resto de la literatura que Emily leyó (George Eliot, Robert y Elizabeth Browning, de Quincey, Sterne, Hawthorne, Jane Eyre) fue de contrabando. En este entramado social, en una propiedad de catorce acres, en una casa rigurosamente serena y comedida, nació en 1830, una de las poetas más influyentes e importantes de la literatura norteamericana, que trascendió los límites de su región y de su lengua para instalarse en eso que algunos llaman literatura universal y que yo prefiero llamar la literatura. My verse is alive.


 

En Hartford he soñado con Cuba; no son las pesadillas recurrentes de los comienzos de la vida dañada; ahora sueño con las circunstancias de Cuba, y toda la responsabilidad incumplida, y todas las posibilidades tronchadas, y toda esa angustia que es ya amargura, y toda esta nostalgia que no se extingue; y todo esto dentro de un ser exánime.


 

Los prisioneros políticos recién excarcelado por el gobierno cubano, después de conversaciones con autoridades de la Iglesia Católica, comienzan a resentir y a mostrar su talante. Uno de ellos, de apellido González, dijo que habría que fusilar (yo lo fusilo, dijo) a quien criticara "eso", refiriéndose a las condiciones de vida y las expectativas que les esperan en España. Otros están incómodos con esas "condiciones de vida": un hotel de una estrella con baño compartido por las habitaciones, pequeñas, del mismo piso en un vecindario obrero; incómodos también con el estatus de inmigrante que las autoridades española piensan otorgarle, en vez del de refugiado que es el que creen se merecen. Comienzan algunos a hablar que fueron presionados para salir al exilio. No sé, a mi me lucen aturdidos, incoherentes y un poco ridículos, pero deben ser mis lentes ideológicos los que me devuelven esa visión distorsionada y falsa de la realidad.


 

Si uno mira, no ve nada -una pradera salpicada de escaso árboles, débiles promontorios que más parecen grandes piedras que pequeñas colinas, la tierra de amarillo desvaído, unos pájaros que vuelan a intervalos cortos, unas pocas reses, flacas, asustadas. Alguien me diría después que ésta era la versión africana de la Siberia rusa. Debajo es donde está la cosa. La "cosa" es la unidad militar: las barracas, la armería, las incómodas y pequeñas oficinas de mando. Y ahí era donde estaba yo: abajo, sentado en mi litera, fumando, leyendo, escribiendo, o hablando en las escasas horas de descanso que dejaba el día. El resto era ruido: el ruido al salir de ella abajo, el ruido de los metales de los cascos, de las cantimploras, de las armas, el ruido de los camiones que de pronto aparecían, como de debajo de la tierra también, pero un ruido sordo, por lo bajo. El resto era también largas caminatas –se desplegaba la unidad en pelotones, los pelotones en escuadras y las escuadras avanzaban como las falanges griegas. Se avanzaba cada día en distintas direcciones, más cerca, más lejos. Misión: detectar y desactivar minas anti-personales y anti-tanques para asegurar el avance de las tropas de infantería, artillería, motorizadas. En el cumplimiento de esa misión tuvieron lugar varios enfrentamientos con avanzadillas del enemigo –fuego real, víctimas reales, uno empieza a pensar en la biología con cierta intensidad. Esa fue mi primera reacción frente a la muerte, o la posibilidad inmediata de la muerte, la fragilidad de la biología y, a la vez, la maravilla de la misma, su trabada organicidad.


 

Atravesamos Connecticut de este a oeste: camino entre montañas, salpicado de puentes sobre ríos amplios y vastos, vegetación espléndida. Un rato en New York, parecido paisaje con bandera a media asta por la muerte del dueño de los Yankees. Entrada en New Jersey que en estas latitudes es un paisaje totalmente distinto al que nos ofrece frente a la ciudad de New York, un verdadero jardín. Almuerzo tarde en Applebees, en la ciudad de Troya; pasaje por Princeton; llegada a Philadelphia. Hotel feo frente al Museo Rodin en el museum district.


 


"No soy de las personas que disfrutan del presente, así es, soy de los desgraciados que disfrutan del pasado, ésa es la verdad, dijo Reger, siento el presente como ofensa y como desconsideración, ésa es mi desgracia". No hubiera podido decirlo mejor. Gracias, una vez más, Bernhard.


 

Kafka, Diarios (1920)

Del cuaderno en que Franz Kafka registraba sus impresiones diarias, los apuntes tomados en 1920 que lograron sobrevivir a la voluntad de d...