domingo, 12 de noviembre de 2017

Litúrgicas (10)


El mes de noviembre comienza con dos celebraciones muy importantes en la liturgia católico-romana—el primer día del mes, la de Todos los Santos, y al día siguiente, la de los Fieles Difuntos. Dos celebraciones que tienen en común el anonimato, pues no se celebra a nadie en particular, sino la memoria, el recuerdo de todos, o—como se lee en el misal— "los que nos han precedido en el signo de la fe". En esos días se lee el evangelio de las bienaventuranzas (bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia) y aquel otro en que Jesús proclama que Él es el Camino, la Verdad y la Vida, probablemente de los más hermosos pasajes de los libros que narran la vida de Jesús, según dos de sus primeros discípulos, Mateo y Juan, de alguien que parece haber estado cerca del entorno del Maestro, Marcos, y por Lucas, discípulo de Pablo. Pienso, mientras asisto a las misas que recuerdan esas celebraciones, en lo que piensan los que no creen, en cómo es posible creer en todas esas cosas del cielo y del infierno, del purgatorio y de la vida eterna sin que la inmediatez y lo tangible no nos visiten en la forma de la duda. Pienso en los muertos, en todos los muertos, y me pregunto qué será de ellos y si sabrán de nosotros y cómo será la relación entre ellos, si recordarán. Sin embargo, pienso en que es más útil pensar en la santidad como un proyecto histórico, algo que se puede realizar en este aquí y este ahora, que dedicarse a tratar de dilucidar algo que nos sobrepasa. Ambas lecturas pueden ser consideradas, de ese modo, programas de vida—las bienaveturanzas nos dicen cómo debemos ser, sin afeites, de manera directa, y los testimonios de la vida de Jesús nos indican cómo lograr lo que debemos ser, a través de Él. La santidad está en las antípodas de las propuestas culturales de hoy, de la práctica social, y apela a la conciencia del ser humano, porque la supone orientada al bien, dispuesta a la verdad, redimible en su propia pequeñez. La mayoría pensamos en la santidad como un imposible, porque vivimos en un mundo en que las relaciones humanas (y las relaciones sociales de producción) están reducidas a puro genitalismo y vemos la santidad como la negación y la supresión del placer. Resulta curioso advertir que en ninguna de las bienaventuranzas se alude a la conducta sexual de los bienaventurados. En todas ellas resuena la preocupación por el otro y por el decoro de uno mismo; decoro que se manifiesta en mansedumbre, misericordia, limpieza; hay en ellas un llamado a la cordialidad y a la paz, al respeto y a la discreción. No nos es dado conocer ahora la vida eterna, la fe nos convida a la certeza en una vida futura, pero lo importante es trabajar para que el comportamiento histórico de los seres humanos esté cimentado en lo que enuncian las bienaventuranzas. Eso sería lo revolucionario.

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