viernes, 28 de abril de 2017

Belleza insumisa

(Las líneas que siguen fueron escritas días antes de la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas el pasado domingo 23 de abril. No creo que por ello hayan perdido el valor que pudiesen tener, y por eso las publico, pues mis reflexiones se interesaban menos en el resultado —aunque sea obvio que mi apuesta era por el candidato de la izquierda, Mélenchon— que en las relaciones entre política y literatura en Francia o, más bien, entre cierta narrativa reciente y estos comicios que tendrán su resultado final el próximo siete de mayo.)

Hace casi un año un amigo me pasó una versión digitalizada de Sumisión, la última novela de Michel Houellebecq. Leí la novela, en pésima traducción al español, a principios de este año y, por esas mismas fechas, exactamente el siete de febrero, murió Tzvetan Todorov. Leyendo algunos obituarios sobre el fallecido filósofo, me entero de una obra que había publicado en 2016, un año después de que Houellebecq publicara su novela. La obra de Todorov, al menos en su título, es lo opuesto de la novela, Insumisos. No sé si hay relación entre esta última y la primera. Mas, ahora que se acercan los comicios franceses por la presidencia de la República, la fábula o ficción política de Michel Houellebecq, Sumisión, cobra unos tintes particulares. Desde que leí la novela, he seguido la aventura democrática en Francia y he tratado de descubrir coincidencias o correspondencias entre las predicciones políticas del novelista y el curso de los acontecimientos de esta campaña electoral. Por otro lado, el último libro de Todorov —una serie de meditaciones biográficas sobre individuos que, a juicio del autor, no se entregaron al poder (corruptor) de las sociedades contemporáneas— parece cobrar presencia en la contienda política francesa en la persona de unos de los candidatos, Jean-Luc Mélenchon y su movimiento La France Insoumise. Toda esta madeja de narraciones que apunta a un mismo lugar, la crisis del modelo político occidental, desde apreciaciones, percepciones y estilos diferentes, me llevan a pensar sobre Francia, sus escritores y sus procesos políticos como piensa uno en algo, o alguien, de una belleza insumisa.

La política
Al proceso electoral francés, de régimen semi-presidencialista, le ha salido un contendiente inusitado por la izquierda, Jean-Luc Mélenchon. La mayoría de los analistas pronostican una segunda vuelta entre dos candidatos de partidos de derecha, o centro-derecha, y de extrema derecha —nada de un partido o movimiento político de inspiración musulmana como propone la ficción de Houellebecq. Sin embargo, desde la izquierda emerge este candidato, ex militante del Partido Socialista, del que se separó para fundar una nueva formación política, el Partido de la Izquierda. Una lectura somera del programa político de Mélenchon nos informa que se opone a la OTAN, que quiere re-negociar todos los tratados europeos, redistribuir la riqueza social para controlar las desigualdades, imponer hasta un 100% de impuestos a todos los nacionales franceses que ganen más de 360 mil euros al año, que es un crítico de la globalización por cuanto esta favorece los intereses del capital industrial y de las grandes corporaciones y que es un materialista histórico.
Mélenchon, mucho más a la izquierda que Bernie Sanders, de pasar a la segunda vuelta contra la representante de la extrema derecha francesa, Marine Le Pen, coprotagonizaría la batalla que debió haber tenido lugar en las elecciones en los Estados Unidos el pasado noviembre: el canalla-sin-poesía versus Bernie Sanders. Sin embargo, lo interesante es ver las coincidencias formales entre los discursos de los principales candidatos en los Estados Unidos y Francia: D. T. y Bernie Sanders en el primer caso, y Mélenchon y Le Pen en el segundo. Los candidatos rezuman nacionalismo, pero se diferencian en las políticas migratorias; son críticos de la globalización, pero desde plataformas opuestas; les tienen ojeriza a los bloques regionales (OTAN, NAFTA, UE) y buscan renegociar los términos de la pertenencia a estos (o pertinencia de estos), pero difieren —oposito per diametro— en las políticas fiscales. De alguna manera, los candidatos provienen de la periferia del establecimiento político tradicional, no son esos políticos predecibles en sus (falsas) palabras y (sus más falsos aún) actos. No es que sean unos inocentes —hay mucha basura ahí, más en unos que en otros—, pero su éxito en las campañas políticas habla (grita, más bien) del descontento generalizado con el sistema político, electoral, de representación, y con el modelo económico que, a fuerza de misiles y cañonazos, se quiere imponer al resto del mundo, cuando en su "propio mundo" no es creíble y es funcional sólo para la estabilidad de las élites.

La literatura
Francia es para muchos el lugar en que la política y la literatura se pasean de la mano sin mayores contradicciones —es más, se considera de buen gusto que sea así. Lo que en otro lugar nos puede parecer obsceno y vergonzoso, en Francia nos parece natural. Pienso en Víctor Hugo, por quien José Martí sintiera tanto aprecio asi en lo literario como en lo político. ¡Qué destinos tan distintos! Mientras Víctor Hugo es considerado en Francia una especie de “intocable” por lo que representa para el país, para los fundamentos éticos y espirituales de la patria, José Martí corre una suerte muy diferente, especialmente entre esos intelectuales últimos que de tan postmodernos se han quedado sin asideros y quieren dejar a todos los demás huérfanos. Para algunos, lo mejor que se puede decir de José Martí es que era un iluso, un ingenuo, el inventor de Cuba. De ahí pasan, otros, a la descalificación parcial o total de la figura y de la obra de quien puede, y debe, ser el referente de la nación cubana. No pueden imaginarse en condiciones de igualdad con el poderoso del Norte, entonces, éste, ni corto ni perezoso, les tiende puentes de becas y dineros para que caminen sobre él hasta los asientos finales del teatro —mejor hasta la taquilla— después de haber sido actores principales. Los franceses, al menos como cuerpo social —que no como individualidades— no se han dejado cercenar el piso sobre el cual seguir existiendo en cuanto tales y aportando, desde sus especificidades, al mundo. Es parte del ser y del quehacer de los franceses ver a sus políticos e intelectuales y artistas participar en el proceso histórico del país, sin complejos.
Sumisión nos propone la fábula política de unas elecciones presidenciales en las que el candidato de un partido musulmán —en pacto con los socialistas— se alza con la victoria en las urnas y Francia pasa a ser una república islámica en su institucionalidad y su vida social. El protagonista de la novela es un profesor de literatura comparada, experto en Joris-Karl Huysmans, de cuarenta y tantos años, al borde de todo, tanto en lo que se refiere a su vida profesional como personal. Parece, el profesor, una parodia de Huysmans, y usa la literatura de este último para leer la Francia contemporánea. Para el profesor el deterioro de Francia pasa por el excesivo manierismo y el exceso de formalidades del modelo francés, perfectamente reflejado en el mundo académico y cultural. El triunfo del islamismo es considerado el resultado natural de la falta de credibilidad de un régimen político que, a pesar del republicanismo, no ha roto definitivamente con la mentalidad monárquica, y ha dejado al pairo a buena parte de la sociedad francesa; a la vez que la inmigración, si bien se ha instalado para no irse, es un elemento adosado y no integrado en la identidad francesa. Houellebecq propone que, de una vez por todas, la vanguardia de la occidentalidad se entregue, declare fallido el experimento democrático-secular y gire hacia la religiosidad, esta vez de signo no cristiano, para poner orden donde reina el caos y dejar de lado tanta racionalidad estéril en favor de la fe como camino de conocimiento y salvación. Detrás de esta ficción, salpicada de momentos ligeros utilizados para suavizar la lectura, se esconde una crítica de fondo de un modelo de sociedad que no ha estado a la altura de las expectativas que creó en su momento; sobre todo una crítica a la falta de espiritualidad o, lo que es peor, a la falsa espiritualidad como la razón del deterioro y el fracaso del modelo democrático-burgués, que es el hilo conductor de la novela: Occidente expulsó a Dios de su paraíso de bienestar material y en su lugar puso al hombre, pero preservó el orden jerárquico y, en vez de un ser "lento a la cólera y rico en clemencia", quien está en su lugar es otro marcado por el egoísmo y la codicia.
No sé si Todorov escribió Insumisos en respuesta a la fábula de Houellebecq. Lo cierto es que estas dos escrituras, que difieren en género —ficción literaria vs ensayo—, se acercan en sus temáticas y en la meditación o el análisis político de la contemporaneidad. Todorov echa mano de gente tan distante en el tiempo como en la geografía, así como en los principios en los que fundamentaron (o fundamentan) su disidencia, su insumisión. Ahí encontramos a Mandela y Snowden, Pasternak y Malcolm X, por citar algunos ejemplos. Todorov culpa a todos los sistemas políticos modernos por igual de tratar de aguar la fiesta de la libertad, la igualdad y la fraternidad, y en eso coincide con Houellebecq. Sus ejemplos de insumisos vienen de sociedades de distinto signo político y todos se enfrentan al poder que los oprime con la excelencia de sus ejemplos y virtudes, su negativa a colaborar con los sistemas opresivos —la liebre de la crueldad y la mentira puede saltar lo mismo en la antigua Unión Soviética que en los modernos Estados Unidos, en la racista Sudáfrica y la Alemania nazi. Para Todorov de lo que se trata es de restaurar "la moral en la política"; es, de alguna manera, una conversión laica, una vuelta a fuentes espirituales, a modelos de convivencia en que la riqueza material se supedite al beneficio moral de poblaciones cada vez más extensas y extenuadas. La vuelta a la moral, o a lo moral en la vida pública, es para este filósofo búlgaro-francés la tabla de salvación del modelo político de Occidente, ese modelo político donde coinciden la tradición greco-romana y judeo-cristiana. Desde el re-establecimiento de los principios morales, la sociedad avanzará inexorablemente hacia un páramo de libertad y felicidad. Todorov postula la idea moral por excelencia: la necesidad de vivir de acuerdo con un ideal —sin ese ideal, el ser humano se reduce a lo que él llama "su destino común"; es decir, nada de originalidad, de grandeza, de altruismo, solidaridad o justicia. El "destino común" para Todorov es definido por la tan acertada locución latina popularizada por Hobbes: homo homini lupus. La única manera de dejar de ser lobo es vivir de acuerdo con un ideal, según Todorov. Aceptado. Pero ¿cómo medimos la moralidad, es decir, la bondad de un ideal? Ese ideal necesita ser adjetivado, necesita ser delineado para que sea reconocible y (moralmente) adherible.

De vuelta a la política por la literatura
Tanto Houellebecq como Todorov rechazan el actual orden de cosas, ambos se refieren a Francia, pero uno puede deslizar esa crítica a otras zonas de este mundo tan agitado que parece a punto de colapsar. Ambos autores proponen una cura espiritual o moral —no se puede seguir a rastras de la tecnología; no puede el hombre seguir aullándole a la luna, tiene que asumir la responsabilidad social que a todos atañe; no puede seguir adorando a los falsos dioses del progreso material, tiene que volver su rostro a la verdad que es el otro, que está en él (o lo) otro. Los modelos políticos que nacen de la mentira y la opresión, inspirados en jerarquías fabricadas para perpetuar a unos arriba y otros abajo, que expulsan de sus predios conceptuales y prácticos tanto valores y virtudes, como ideas y creencias, y se afincan en la pura materialidad de la existencia humana y se concentran en estimular la corporalidad como fin en sí mismo, no tienen porvenir en un mundo superpoblado, muy diverso y complejo e interconectado. El esquema de dominación metrópolis/colonia ha perdido vigencia. No existe otra alternativa que moverse hacia nuevas formas de convivencia social, en las que los nuevos paradigmas no echen a la basura (ni al del basurero de la historia ni a la de la ineficacia económica) formas probadas de civilidad. Hay que rasgar el pasado para encontrar en él esas maneras de edificar una paz sostenible. Tanto Sumisión como Insumisos apuntan a ese horizonte nuevo, desde narrativas distintas, a partir de motivaciones que, a primera vista, parecen opuestas, dejando caer, una, la poción del fatalismo y la conformidad, y otra, la retórica de la resistencia y lo moral, y en eso radica otra de las bellezas francesas, la literatura como correlato de lo político.
La candidatura de Jean-Luc Mélenchon es una expresión de esa belleza francesa: viene corriendo desde la izquierda, de la que le queda el carácter de agitador, y constituye un frente (que los ha habido de todo tipo en la historia política francesa) que apela a un grupo que lo único que tiene en común consigo mismo es el descontento y el enojo, y llama a su frente, literariamente, La France Insoumise, dándole a la literatura el lugar que le corresponde en la política francesa. Parece, Mélenchon , estar más cerca de Todorov que de Houellebecq, pero ello es irrelevante; lo importante es que este político francés tomó nota de la situación y actúa en consecuencia. No sé si es el mejor candidato o el más cualificado. Tampoco sé si su programa de gobierno es el que mejor se ajusta a las necesidades de Francia. Nunca he estado en Francia, ni hablo francés, óbices importantes. Pero el hecho de que este político haya osado mirar la realidad política desde las ventanas de la literatura me conmueve.

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